Mis escritos

«Aquella noche en Budapest»

“Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”. Esa frase de Rayuela, tal vez la más famosa de toda la literatura que produjo Julio Cortázar, había quedado grabada a fuego en aquel confuso laberinto que era ―y que sigue siendo― mi memoria. De hecho, se me había grabado tanto que, cuando aquella fría noche en Budapest la vi a ella, inmediatamente me acordé de ese inconfundible escrito cortazariano.

A pesar de la belleza propia del romanticismo literario que reviste aquella célebre frase, mi mente racional siempre se había cuestionado qué era eso de “andábamos para encontrarnos”. ¿Andaba yo por la vida buscando a alguien? ¿Realmente había alguna persona, en algún lugar del mundo, que estuviese destinada a encontrarse conmigo en algún momento? Y, si eso ocurría, ¿el destino había ya designado que teníamos que enamorarnos? ¿Acaso existía el destino?

Todas esas preguntas ―y muchas otras más― siempre alimentaban mi lado más filosófico. A veces creía encontrar las respuestas, mientras que en otras ocasiones me encontraba más confundido que al principio de todos esos cuestionamientos. Sin embargo, cuando en la capital de Hungría la vi a ella, finalmente comprendí a Cortázar. De hecho, lo comprendí todo.

Que no andaba buscando nada era algo que yo ya tenía sabido desde hacía un rato largo. Las experiencias del pasado, que no había sido para nada gentil conmigo, me habían llevado a alejarme de todo lo relativo al romanticismo. Ya casi no salía con mujeres, rechazaba todo intento que mis amigos realizaban para emparejarme con alguien y hasta había desistido de leer libros, ver películas y escuchar música que se refiriesen al amor. Estaba tan negado que ya ni siquiera quería perderme en esas callecitas estrechas del mundo de lo ideal, aquel sitio en el que no existían ni los reproches, ni el cercenamiento de la libertad, ni las traiciones. Un mundo que claramente no existía, motivo por el cual no valía desperdiciar mi energía allí.

En ese estado, con el corazón herido y congelado, arribé a Budapest. Una ciudad hermosa que, al igual que mi alma, en aquel invierno europeo lucía fría e insensible. Las luces de las farolas brillaban, las fachadas de las iglesias resplandecían y el Parlamento de Hungría reflejado en las aguas del Danubio se robaba todas las miradas de los turistas. Sin embargo, ni siquiera toda esa belleza arquitectónica de una ciudad con pasado imperial podía luchar de igual a igual con ese estremecedor frío que no sólo era una característica de la capital húngara en aquella época del año, sino también de mí, un visitante que había llegado allí por motivos meramente laborales.

Aquella era mi primera vez en Budapest, una urbe que deseaba conocer desde hacía décadas. Sin embargo, una vez allí, no me sentía con la energía suficiente para disfrutarla. En primer lugar, porque la mayor parte de mi tiempo debía empeñarlo ―y desperdiciarlo― en menesteres estrictamente laborales. Y, en segundo lugar, porque me encontraba en una etapa de mi vida en la cual mis ojos veían al mundo de color blanco y negro. Y esa visión, por supuesto, también aplicaba para aquella bonita ciudad que tanto me había cautivado en todos aquellos libros que había leído.

¿Qué me ocurría? ¿Por qué no podía disfrutar de algo que había esperado tanto tiempo? Lo sabía perfectamente: era la soledad. Pero no la soledad de vivir solo, de hacer cosas solo, de disfrutar de los placeres de la vida solo. No, esa soledad sí que la elegía, pues amaba pasar el tiempo conmigo mismo. El problema, en cambio, venía por una soledad más compleja y devastadora: aquella que me hacía sufrir por sentirme un incomprendido.

No sabía si lo que sentía tenía algún nombre en particular, pero sí sabía que se trataba de un mal que ya habían sufrido otras personas en distintos tramos de la historia de la humanidad. Un mal que tenía que ver con añorar el tiempo pasado, con sentirse ajeno a los coetáneos y con desear haber nacido en alguna época anterior a la propia. Para algunos era la década pasada, para otros el Renacimiento y para otros la Edad Media. Etapas distintas, pero que tenían algo en común ante la mirada de todos aquellos soñadores que deseaban haber venido al mundo mientras ellas estaban en su máximo esplendor: el hecho de ser consideradas mejores.

A mí, particularmente, me ocurría con el siglo XX. Y caminar por las calles de Budapest en aquel crudo invierno no hizo más que acrecentar ese sentimiento de vacío que me generaba una profunda tristeza, pues no podía evitar imaginarme cómo sería mi vida en la Budapest del siglo pasado. En la Hungría del siglo pasado. En el mundo del siglo pasado.

Por supuesto que no era ningún naíf y mucho menos un ignorante, por lo que sabía reconocer que ese siglo que con tan buenos ojos miraba había tenido un pasado oscuro que incluía, como mínimo, dos guerras mundiales. Una trivialidad imposible de no reconocer, claro. Pero una vez aceptado el hecho de que nada en la vida es ideal, en la balanza de mi raciocinio pesaban más todas aquellas cosas que consideraba positivas del siglo que, ya en sus últimos años, me había visto nacer: el increíble talento artístico del ser humano, que no estaba (tan) contaminado por la tecnología; la durabilidad de las cosas, que se hacían para perdurar en el tiempo y no para que llegasen pronto a la obsolescencia; la belleza y la calidad de la arquitectura, que lograba hacer única cada construcción que se llevaba a cabo; y, sobre todas las cosas, la calidad de las relaciones humanas. Y, debo reconocer, este último punto era el que más me afectaba.

Mientras caminaba por la avenida Andrássy y me deleitaba con la excelsa Ópera Nacional de Hungría, me imaginaba la vida de los húngaros durante el siglo anterior o incluso más allá en el tiempo. Me imaginaba cómo se relacionaban con sus familiares, con sus amigos, con sus parejas. Me imaginaba cómo, a pesar de contar con menos vías de comunicación, todas aquellas relaciones valían más, se cuidaban más y perduraban más. Y, mientras me imaginaba eso sumido en una profunda melancolía, comparaba todas esas bondades de los tiempos pasados con la nefasta liquidez que tanto caracterizaba a la época actual. Una época en la cual cada día me sentía más aislado y alejado de una sociedad global que, en su gran mayoría, dedicaba más tiempo a los fútiles y soeces contenidos de las redes sociales que a cultivar todos aquellos lazos sentimentales que, en definitiva, nos definen como raza.

Como me solía ocurrir a menudo, esa nostálgica melancolía que me invadía terminaba convirtiéndose en una tristeza que, tarde o temprano, a la vez se tornaba en depresión. Y, como ya estaba acostumbrado a la depresión y a esa altura del partido sabía controlarla, me di cuenta de que era el momento de ponerle un freno antes de que terminase de dominarme por completo. Fue por eso que, mientras contemplaba el Puente de las Cadenas durante aquella helada tarde que me obligaba a mantener mis enguantadas manos en los bolsillos de mi abrigo, decidí saldar una gran cuenta pendiente para mejorar mi estado anímico: ir a los Baños Széchenyi.

Por un momento dudé si hacerlo o no, puesto que mi idea original era ir a aquellos paradisíacos baños termales bien temprano y pasar allí todo el día. No era tarde, pues recién habían pasado unos minutos del mediodía, pero sabía que, en aquel duro invierno de Europa del Este, el día pronto le daría paso a la noche. Sin embargo, esa tristeza lacerante no me dejaba más alternativa que encontrar una vía de escape y por eso, finalmente, decidí poner rumbo hacia ese tan esperado y placentero destino.

El trayecto, que realicé a pie, parecía empatizar conmigo. Recorriendo la calle Szondi ―que me llevaba directamente hacia el Parque de la Ciudad, donde están emplazados los Baños Széchenyi―, no podía evitar sentir que todo a mi alrededor lucía oscuro, triste y melancólico como yo. Los perros, que en otros lados casi siempre se encontraban ladrando, allí yacían exhaustos sobre los pisos sucios de la capital húngara; la gente, cubierta con abultados abrigos que iban acorde a la temperatura, tomaba sopa o té en locales que no se destacaban por su higiene; y los edificios, que parecían abandonados, se encontraban en un estado que invitaba a imaginar un pronto derrumbe.

Perdido en esos detalles del entorno urbano, que me conducía a reflexionar acerca de ese notorio contraste entre el lujo y el deterioro de Budapest, llegué al parque. Y, sin saber, había llegado a un lugar en el cual mi vida pegaría una vuelta de ciento ochenta grados.

No lo sabía cuando estaba allí en medio del parque, observando la imponente y bonita fachada del neobarroco edificio en el cual funcionan los Baños Széchenyi. No lo sabía cuando me encontraba en el vestíbulo esperando mi pulsera de acceso, ni tampoco cuando atravesé los molinetes para acceder a unos vestuarios mixtos en los cuales ya se palpaba esa atmósfera exótica propia de un lugar exótico. No lo sabía en los vestuarios, ni tampoco lo supe durante gran parte del día. Sin embargo, cuando el sol, derrotado, finalmente le dio paso a la oscuridad, lo supe.

 Aquella noche, en Budapest, supe que mi vida había cambiado. O, mejor dicho, supe que quería que mi vida cambiase. Aquella noche, en Budapest, entendí a Cortázar y su célebre frase de Rayuela. Aquella noche, en Budapest, supe que la había encontrado. Que la había encontrado a ella.

Ambos estábamos en una de las piscinas exteriores del complejo termal, en el cual el vapor que el agua emanaba era el gran protagonista de la escena. Justamente por ese vapor que hacía las veces de niebla fue que durante mucho tiempo no la había visto, pero, cuando en un determinado momento la visibilidad del lugar mejoró, pude divisar a aquella mujer que, a simple vista, me enamoró.

Nos separaban unos cuantos metros, pero, incluso en esas circunstancias, pude apreciar bien un bello rostro que, siendo de corte alargado y poseyendo una nariz recta y afilada, me indicaba que era eslava. También pude deleitarme con su delicada piel, que era blanca como la nieve, y que lo parecía aún más gracias al contraste con su traje de baño negro. Del mismo color de su atuendo eran sus uñas, que me empezaban a hipnotizar mientras ella, que parecía inmersa en sus más profundos pensamientos, movía sus pequeñas manos jugueteando con el agua. Sin embargo, si se habla de deleite, de hipnosis y de profundidad, entonces se habla de sus ojos. Unos ojos que, perdidos en aquellas cálidas aguas durante unos largos minutos, de un momento a otro pasaron a observarme fijamente y con atención.

Eran tan hermosos que, por más que le dé vueltas al asunto, no sabría cómo describirlos como verdaderamente se merecen. Si tengo que hablar de su forma, tengo que decir que eran redondos y bien grandes, como para que no te quedase ninguna duda de que te estaba mirando. Si tengo que hablar de su color, tengo que decir que nunca había visto nada igual en mi vida, pues eran claros pero no celestes, sino grises. Un gris que denotaba frialdad y distancia, pero que al mismo tiempo me llevaba a fantasear con que, a pesar de esa idea inicial, ella era todo lo contrario. Es decir, que en su interior, detrás de esa imagen glacial y calculadora, se escondía una mujer decididamente apasionada.

Permanecí mirándola fijamente durante mucho tiempo. No sé si se trató de minutos, de segundos o de horas. Pero sí sé que ella no sólo no rehuía de mi mirada, sino que también parecía desafiarla, como si me retase a ver quién claudicaba primero para mirar hacia otro lado. Tal vez todo eso era producto de mi imaginación, pero lo cierto es que estaba tan sumido en la belleza de sus ojos en particular y en la belleza suya en general, que no podía dejar de observarla. Y, gracias a esa observación ―que, insisto, no sé cuánto duró― pude llegar a una conclusión: algo ocurría en su interior.

A través de esos ojos que tanto me maravillaban, pude notar el frío que se apoderaba de ella. Pero no ese frío referido a la distancia emocional o a la carencia de pasión, sino ese frío que yo conocía tan bien: el de la tristeza. Esos ojos, que estaban a un palmo cromático de ser transparentes, revelaban soledad. Revelaban melancolía. Y, aunque no estaba seguro de nada de todo eso que mi mente estaba elucubrando, a través de su frío empecé a sentir calidez. Porque, aunque suene contradictorio y hasta sádico, al verla allí, sola y triste, me sentí identificado. Sentí, por primera vez en mucho tiempo, que no estaba solo. Que alguien, tal vez, podía compartir mis preocupaciones, mis cavilaciones y mis más angustiantes tormentos. Sentí que, quizá, nos podíamos entender y apoyar, para así aliviarnos. Sentí que esa esperanza, que empezaba a apoderarse de mí en forma de un fuego que era capaz de derretir mis tan helados sentimientos, se la podía transmitir a ella, para así hacerla feliz.

Tenía miedo. O, mejor dicho, estaba aterrado. Producto del casi nulo contacto humano y de aquel odioso mundo moderno en el cual cualquier aproximación hacia una mujer podía ser catalogada de acoso, no sabía cómo llegar hasta ella. No se me ocurría cómo hacerlo físicamente, es decir, si ir directamente o si dirigirme de forma paulatina, como quien no quiere la cosa; pero, sobre todo, no sabía cómo hacerlo emocionalmente. Quería hablarle, preguntarle su nombre, saber de dónde era, decirle que era preciosa y, principalmente, preguntarle qué sentía. Quería preguntarle si esos ojos, aparte de ser divinos, eran sinceros. Y, si sentía lo que yo pensaba que sentía, quería también decirle que la entendía y que, aunque no tuviese el más mínimo sentido por ser un desconocido, quería acompañarla en sus penurias.

Ahogado en esa tan insoportable indecisión, la hora de abandonar la piscina había llegado. De repente, el agua dejó de correr, el vapor dejó de existir y el bullicio decreció bruscamente. Súbitamente, y odiándome a mí mismo por esa falta de coraje, comprendí que había perdido la oportunidad de acercarme a esa chica de la cual no sabía absolutamente nada, pero que, sencillamente, me encantaba.

Tras dedicarle una última mirada que intentaba transmitirle cuán interesado estaba en ella, emprendí el camino hacia los vestuarios. En todo ese trayecto, al igual que mientras me vestía primero y mientras abandonaba el centenario edificio después, traté de aferrarme a la idea de que todo lo que había especulado en aquella piscina era producto de mi imaginación ―y, por qué no, de un estado de ánimo que clamaba por una esperanza, por más delirante que pareciese―. En definitiva, pensaba, no sabía absolutamente nada de una mujer que era desconocida y que, tal vez, era esperada por un amante, un novio o un marido allí en Budapest o en alguna otra parte del mundo. Eso sí que sonaba más lógico y, preso de la desilusión, abandoné los Baños Széchenyi resignado a volver a aquella triste rutina que marcaba el ritmo de mi vida.

No obstante, no había dado muchos pasos en el ahora oscuro Parque de la Ciudad cuando, tras ir cabizbajo, levanté la mirada y la vi a ella. Sí, a ella, la chica de la piscina, la de la piel nívea y la de los ojos de tinte glacial. A ella, que ya no vestía aquel delicado traje de baño negro, sino unas elegantes ropas de estilo europeo cuyo tono, el gris cenizo, acompañaba el de sus iris.

 Aquella decisión de resignarme a mis ya tan conocidas tristeza y soledad no había hecho más que aumentar la sorpresa que me llevé al verla allí, apoyada en uno de los tantos árboles que formaban parte de la flora del parque. Una sorpresa que no hizo más que ampliarse cuando, al pasar enfrente suyo por el sendero que cruzaba el parque, ella se despegó del árbol para acercarse hacia mí.

―Hola ―me dijo decididamente en un inglés cuyo acento confirmaba mi especulación sobre su origen eslavo―. Mi nombre es Aleska, mucho gusto ―agregó, al mismo tiempo que me extendía una de sus bonitas manos.

―Hola ―respondí tímidamente, incrédulo por la circunstancia en la cual me encontraba―. Alessandro, el gusto es mío. Y permitime decirte que, aunque suene extraño, estoy muy contento de conocerte. No me animé a hablarte allá adentro.

―Sí, vi que me mirabas y por eso te esperé ―confesó―. Hay algo en tu mirada que me dijo que, a pesar de todas las cosas malas que ocurren hoy en día, podía confiar en vos.

―¿Algo como qué?

―No lo sé. ¿Tristeza, tal vez? ¿Dolor, quizá? No estoy segura, pero no quería quedarme con la duda. No soy de quedarme con las ganas de nada, y, por ende, no me hubiese ido tranquila si no lo averiguaba.

―Pues qué bueno que lo hayas hecho, porque yo no tuve el suficiente coraje, a pesar de haber sentido exactamente lo mismo que sentiste vos.

Luego de decirle eso, ambos permanecimos en silencio. Ahora el escenario era distinto: la piscina le había cedido el lugar al parque, y la calidez de las aguas le había pasado la posta al frío que el viento se encargaba de distribuir. Sin embargo, su mirada, que era igual de intensa que la que me había dedicado en los baños termales, me generaba lo mismo que allí adentro: un deseo enorme de estar con ella. Algo que, esta vez, no podía dejar de expresar.

―¿Me permitís redimirme por mi cobardía allí adentro? ―le pregunté mientras le dedicaba una sonrisa tímida.

―¿Cómo? ―cuestionó ella, enarcando una ceja pero devolviéndome la sonrisa.

―Invitándote a comer un goulash delicioso que probé en el centro, cerca del Mercado Central. ¿Qué decís?

―Claro, ¿por qué no?

Así, luego de intercambiar una veloz mirada que indicaba que ambos estábamos en lo correcto al no quedarnos con las ganas de conocernos, emprendimos camino hacia nuestro destino. Y en aquel instante, a pesar de no saber ni su nacionalidad, ni su profesión, ni absolutamente nada de ella excepto su nombre, no pude evitar pensar en Cortázar, en Rayuela y en el amor. Y, más concretamente, no pude evitar ilusionarme con una historia que no había empezado en las siempre románticas calles parisinas por las que había andado el escritor argentino, sino aquella noche en las no menos idílicas aguas termales de Budapest.

Detalles del cuento

Título: «Aquella noche en Budapest»

Autor: Martín Bugliavaz

Fecha de publicación:  26 de septiembre de 2023

Periodista y escritor. Me gusta contar historias.

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