Mis escritos

«Crónica de un amor que no fue suficiente»

Te escribo estas líneas con la innegable certeza de que aún te amo. Aunque, en realidad, decir que te las escribo es mentirte a vos y a mí mismo, pues sé muy bien que esto jamás te llegará. No porque no quiera que lo leas, sino porque sé que hacerlo te haría mal. Y lastimarte es lo que menos quiero en mi vida, que con tu ausencia es ahora más triste y oscura.

Como acabo de decir, hacerte mal es lo último que deseo. Antes que eso, preferiría dejar de existir. Así lo siento ahora que ya no te tengo a mi lado, y así lo sentí durante todos aquellos años en los cuales fui bendecido con el privilegio de decir que fui tu novio. Sin embargo, me temo que esa férrea convicción de siempre hacerte sentir bien fue algo de lo cual vos nunca pudiste convencerte.

A veces el pasado nos persigue. Y, sin temor a equivocarme, creo que eso fue lo que te ocurrió a vos. Lamentablemente, la vida te dio ejemplos de cuán nefastos pueden ser algunos hombres: primero tu papá, que le hizo muchísimo daño a tu mamá; y más tarde tus ex parejas, que te hicieron vivir en carne propia aquellos males que tu madre había tenido que sufrir durante su juventud con ese hombre que se desentendió de vos. Y yo, que nada tenía que ver con todo ese triste historial, fui el chivo expiatorio que de la noche a la mañana se convirtió en la víctima de tus celos, tus miedos y tus inseguridades.

Todavía me acuerdo de nuestros primeros encuentros como si hubiesen sido ayer. Y no me refiero a nuestra primera salida juntos, sino a todas aquellas veces que te veía en los pasillos, las escaleras y el comedor de la oficina. ¡Cómo me encantaba cruzarte, aunque se tratase de tan sólo unos segundos! Esos momentos, por más ínfimos que pareciesen, para mí eran infinitamente representativos. No importaba ni el lugar ni la duración, lo que importaba era verte a vos.

También me acuerdo de mi sorpresa cuando un día, de la nada, me encontré con una solicitud tuya para seguirme en las redes sociales. ¡Qué feliz me puse! Yo no me animaba a acercarme a vos porque no quería mezclar lo personal con lo laboral, pero, ¡qué diablos! Cuando vi esa notificación, ya nada me importó: sabía que era el momento de dar ese tan ansiado paso.

Y, por supuesto, también recuerdo todos los hermosos momentos que vinieron después. Los recitales de aquellos artistas que nos gustaban a ambos, pero también los de aquellos que le gustaban a cada uno, lo cual no impidió que nos acompañásemos; las mañanas y las tardes de panqueques con dulce de leche en casa, así como también aquellos desayunos y meriendas en hoteles y bares de lo más variopintos; la enorme cantidad de viajes, que nos llevaron a recorrer nuestro país de punta a punta; y, lo que para mí es más importante, todos esos ratitos cotidianos que hemos pasado juntos. Puedo recordar un sinfín de cosas hermosas, pero nada podrá estar ni cerca de la belleza que poseían aquellas charlas mientras comíamos, aquellas risas mientras cocinábamos, aquellos abrazos en el sillón mientras mirábamos una película o aquellos besos que nos dábamos en los instantes de más intensa pasión.

Aún me resulta increíblemente cercano aquel ya lejano día que, guiado por el más puro y decidido amor, te propuse que fueses mi novia en aquella roca en el medio de esa tan helada montaña. Ese día, ese instante y ese lugar se convirtieron, con ese sí de tu parte, en el más feliz de mi vida. Pero también en un punto de inflexión en nuestra relación. Un punto que, aunque en ese entonces no lo sabía, además marcaría el comienzo de un largo castigo para ambos.

Porque a partir de ese momento, y en vez de mejorar, nuestra relación empeoró. Ocurría que, lamentablemente, nuestros conceptos acerca del amor, el noviazgo y la convivencia se encontraban separados por el más grande de los océanos. Para mí, todo eso en su conjunto representaba el hecho de elegirte, pero sin perder mi libertad; para vos, en cambio, mi libertad estaba supeditada a lo que a vos te parecía bien o no. Para mí, salir con mis amigos —varones y mujeres— y disfrutar de estar solo con ellos era necesario; para vos, el hecho de no incluirte en esas salidas significaba avergonzarme de lo nuestro. Para mí, salir cada tanto por las noches era sano; para vos, era una excusa para la infidelidad. Y así podría seguir hasta el final de mis días, porque aquellos malditos celos que ayer tan mal nos hicieron, hoy me podrían dar, si quisiera, historias para escribir mil libros.

Ahora que miro hacia atrás, no puedo creer cómo todo se fue al demonio. Y yo reconozco mis errores, claro. Reconozco que te mentí cuando salía con mis amigas, sí, pero tengo la conciencia tranquila de que no lo hice con malas intenciones, sino para evitar que ambos nos hiciéramos mala sangre: no quería ni que vos pensases que estaría haciendo cualquier cosa, ni tampoco que eso implicara un reproche que arruinase mis salidas. Según vos, esa mentira fue el motivo por el cual luego se desencadenaron todas las dudas, temores y recelos. Sin embargo, yo sé que vos sabés bien, aunque sea muy en el fondo, que eso no fue así. Porque antes de eso existieron un montón de reproches por cada mujer que existía en mi vida: si no era por una amiga, era por una compañera del trabajo; y si no era por una compañera del trabajo, era por una compañera de la facultad.

Pero mi mea culpa no termina allí. Porque también reconozco que, cuando las cosas se volvieron difíciles, yo no estuve a la altura de las circunstancias. Intenté dialogar, intenté entenderte, intenté explicarte. Sin embargo, cuando vi que las cosas te entraban por un oído y te salían por el otro, debí hacer dado un paso al costado. Ya en ese momento esas discusiones repetitivas y que parecían irresolubles estaban haciendo mella en nuestra relación y en nuestros estados de ánimo, pero, debido a mi inacción, se tonarían incluso más lacerantes con el paso del tiempo.

Soy consciente de eso, pero la realidad es que no podía alejarme de vos. Porque sabía que estabas sola y que tenías problemas en casa, y el hecho de abandonarte podría haberte hecho sufrir aún más de lo que ya estabas sufriendo. Y también —y no voy a engañarme a mí mismo— porque te amaba. Porque cuando estábamos bien, no había nada que me hiciera más feliz que pasar tiempo con vos. Porque nadie entendía mis cavilaciones como vos. Porque nadie me alentaba, apoyaba y acompañaba en todos mis proyectos como vos.

No obstante, paulatinamente esos momentos de felicidad comenzaron a convertirse en una aguja en el medio de ese pajar que eran los conflictos, los reproches, las discusiones, las malas caras y, lamentablemente, también los malos tratos. Y así fue como, con el paso del tiempo, todos aquellos recuerdos lindos a tu lado me parecieron tan lejanos que, si llegaba a recordarlos, lo hacía con una nostalgia que me llevaba a pensar siempre en qué nos había pasado. Y, a pesar de que efectivamente sabía muy bien qué era lo que nos había ocurrido, no podía evitar compungirme al no reconocer más en vos a aquella chica de la cual me había enamorado. Mi Foquita, como me gustaba decirte, ya no era más esa persona dulce, cariñosa y alegre que me había llevado a creer nuevamente en el amor luego de que mi corazón hubiese sido roto en mil pedazos. Ahora mi Foquita se había convertido en una persona infeliz que, afectada por la más ciega de las desconfianzas, cuestionaba cada uno de todos esos planes en los cuales ella no estaba incluida. En definitiva, mi Foquita ya no estaba más. Se había ido.

Me gustaría que estuvieses dentro de mí para que pudieses sentir todo el dolor y la tristeza que sentí con cada discusión que teníamos. Un dolor y una tristeza que siento intactos en mi corazón hoy, incluso a pesar de que ya pasó un buen tiempo desde que nos dijimos un adiós que en realidad no fue tal. Porque, como no podía ser de otra manera, nuestra despedida fue acorde a nuestros últimos años de relación: miserable.

Y acá viene la más sincera y dolorosa de las autocríticas de mi parte: aquella que me lleva a reconocer que te dejé. Sí, te dejé, pero no fue una despedida definitiva, como hubiese correspondido. Porque una despedida de esa índole te habría dolido, sí, pero habría sido como la muerte de un ave fénix, es decir, aquella que implica un renacimiento desde las cenizas. Pero no, no te dejé así, sino que te dejé a medias. Porque me fui prometiéndote un reencuentro que en un principio te ilusionó y que más tarde te terminó consumiendo a fuego lento, para así hacer tu calvario aún más insufrible.

Hoy, a pesar del paso del tiempo, la culpa por haberme ido me corroe cada vez que la vida me da una pausa para pensar en mis miserias. Durante las noches de insomnio, en mis días de descanso y, sobre todas las cosas, cuando confirmo cada vez más lo nefasta que es la esencia de los seres humanos que nos rodean. En todos esos momentos no puedo evitar pensar en vos. En cómo me amabas, en cómo estabas siempre para mí y en cómo me cuidabas, incluso a pesar de todas esas características de mi personalidad que te hacían tan mal.

Esa maldita culpa me desintegra porque lo que pasó en ningún momento formó parte de mis planes. Yo me quería ir, sí, pero no quería dejarte. Y aunque parecen dos cosas iguales, no lo son. Porque yo, por sufrimientos ajenos a los propios de nuestra relación, necesitaba irme. Necesitaba alejarme. Sólo me quedaba allí, en casa, porque te amaba a vos. Porque quería estar con vos. Porque no soportaba la idea de separarme de la Foquita. De mi Foquita. Y cuando decidí partir, luego de una de esas tantas discusiones que tan heridos nos dejaban, no lo hice con la intención de no volverte a ver jamás. Te juro que no.

A pesar del paso del tiempo, todavía me resulta inevitable pensar en aquellos últimos días juntos en casa. ¡Qué agonía fue, por el amor de Dios! Cada segundo con vos tenía un doble efecto que me dejaba la mente extenuada y el corazón estrujado, pues a cada instante pensaba cuánto me gustaba estar a tu lado y, al mismo tiempo, cuánto te extrañaría en ese tiempo que estuviésemos separados. Una separación que, insisto, pensé que sería transitoria. Pero no lo fue. Y no te volví a ver.

Sin contar todas aquellas videollamadas que hicimos para paliar el dolor que representaba la distancia, la última vez que te vi fue aquel lunes lluvioso en el cual dejé todo atrás. Siempre me gusta decir que el manejo de las palabras es lo que mejor se me da en la vida, pero sinceramente mis habilidades no son suficientes para expresar el dolor que sufrí aquella noche previa a mi partida. Nuestra última vez cocinando juntos, nuestra última noche mirando la tele en el sillón, nuestra última merienda comiendo todas esas cosas ricas de nuestra panadería favorita. Mientras escribo esto, las lágrimas brotan por mis mejillas al recordar esa última noche en la cama, donde no hicimos más que llorar y decirnos cuánto nos amábamos y cuánto nos íbamos a extrañar.

Me fui y te dejé, y jamás me perdonaré por eso. Sé que es muy posible que tenga el perdón de Dios, porque Él sabe que mis intenciones siempre han sido nobles. Porque cuando tomé la decisión de irme, lo hice con la convicción de que no sería un adiós, sino un hasta luego. En mi mente, siempre estuvo la idea de llegar a una tierra desconocida, asentarme y volver a buscarte para que, de una buena vez, pudiésemos tener esa vida que siempre habíamos soñado. Para que viviésemos juntos, para que tuviésemos a nuestro perrito —y a nuestro gatito, aunque a vos mucho no te gusten— y, sobre todas las cosas, para que trajésemos al mundo a aquellas criaturas a las cuales queríamos darles todo lo que nuestros padres no nos dieron a nosotros. ¿Sabés la cantidad de veces que me imaginé teniendo a upa a una nenita igualita a vos de chiquita, son tus ojitos oscuros y tu flequillito? Por todas esas cosas, es posible que Dios me perdone. Sin embargo, el perdón propio es algo que, creo, nunca podré obtener.

Nunca me podré perdonar el hacerte sufrir, por más que mis actos hayan respondido a las mejores de mis voluntades. Hoy, a la distancia, maldigo el día en el que compré el vuelo que me llevaría lejos de vos. Maldigo el día en el cual tuve que contarte el error que había cometido. Maldigo el no haber podido cortar la relación cuando ya no veía en ella futuro alguno, así como también maldigo aquel instante en el que pensé que la distancia nos ayudaría a tener una relación más fuerte tras el reencuentro. Maldigo todo eso, pero mucho más me maldigo a mí mismo.

Te extraño. Te extraño mucho, Foquita. Cuando recapitulo todas las discusiones que hemos tenido, soy consciente de que nuestra relación, allá o acá, desde donde escribo, iba a terminar. Hoy, con algo más de madurez tras digerir todo lo ocurrido, me doy cuenta de que lo que vos querías no era lo que yo quería, y que todas aquellas peleas sufridas eran una muestra de que jamás podríamos llegar a ponernos de acuerdo. Pero la verdad es que te extraño. Y que te amo, a pesar de todo lo que debimos sufrir.

Dicen que el tiempo lo cura todo, pero lo cierto es que yo siento que a mí me lastima más. Porque el tiempo, esa magnitud que amo y odio en proporciones iguales, cada día me lleva a darme cuenta de cuán poca gente tiene la capacidad de amar que tenés vos. En un mundo que cada vez se torna más frío, distante y solemne, no puedo evitar echar de menos tus piquitos, tus abrazos de osa, las caricias que hacías con esas manos hermosas y las cucharitas que me devolvías cada vez que me daba vuelta en la cama.

Extraño todo eso y muchas cosas más, y, como dije anteriormente, te extraño a vos. No sé qué será de tu vida en el futuro, así como tampoco sé que será de la mía, que siempre está sumergida en la más desesperante de las inestabilidades. Pero quiero que sepas que, cuando pienso en vos, siempre imagino un reencuentro en el cual podamos hablar. A veces me imagino que ese reencuentro nos halla con expectativas más similares que propiciarían una segunda parte de nuestra historia, a pesar de que muchos digan que las segundas partes nunca son buenas. Y, otras veces, me imagino que, al menos, ese reencuentro servirá para comer algo con mi Foquita y darle ese beso y ese abrazo de despedida que nunca le pude dar.

Nuestra última interacción fue tras una discusión que ya de cualquier forma hubiese sido horrible, pero que se potenció por la distancia. Esa misma discusión te llevó a sacarme de tu vida para siempre, a eliminarme de todos lados y a no querer saber más nada de mí, ese hombre que se fue y que, en definitiva, también te abandonó. Y, aunque me duela, te entiendo perfectamente porque hiciste lo que los dos debimos haber hecho muchísimo tiempo atrás: soltarnos la mano. Y por eso fue que yo tampoco te escribí más. No porque no muriese de ganas de saber cómo estabas, de darte las buenas noches o de saludarte para tu cumpleaños, que jamás me olvidé. Fue porque, insisto, jamás quise lastimarte. Y sabía que, con lo difícil que habría resultado para vos tomar la decisión de no hablarme más, un mensaje mío podría haberte causado incluso más daño del que ya te había hecho. Esta vez sí te solté definitivamente la mano. Con todo el dolor de mi corazón, pero lo hice.

Aún conservo tu número de teléfono, tus fotos y tus cartas, porque me hacen sentir que no desapareciste, que estás ahí, en algún lado. Me hacen sentir que algún día te volveré a ver y a abrazar, que volveremos a comer y a dormir juntos, que finalmente iremos a perseguir todos esos sueños que teníamos en común. Me hacen sentir que tendré la posibilidad de conocer Italia con vos, de acompañarte a recorrer los países árabes que tanto te gustan o de decirte cuánto te amo en París, mientras inmortalizamos el momento colgando un candado con nuestros nombres en aquel famoso puente que cruza el Sena.

No sé si me atreveré a volver a hablarte después de todo lo que ocurrió. No sé si ese encuentro finalmente ocurrirá. Si ocurre, no sé si será allá o acá. Mucho menos sé cómo terminará. Pero de lo que sí estoy seguro es de que jamás me olvidaré de vos, esa mujer que, con sus defectos y con sus virtudes, me amó más que nadie en el mundo. Un amor que fue mutuo, porque puedo asegurarte que yo tampoco he amado jamás a nadie como te he amado a vos.

Lamentablemente, nuestro amor no fue suficiente. Sin embargo, cada día trato de dejar atrás todas esas cosas nocivas que se interpusieron entre nuestros sentimientos. No las olvidaré, claro, porque entender el pasado es fundamental para construir nuestro presente y nuestro futuro. Pero no por eso quiero olvidarme de todos esos bellos momentos que tuve el honor de compartir con una bella mujer. En definitiva, no quiero olvidarme de vos, Foquita. Y te prometo, aunque seguramente no me creas, que jamás lo haré.

Detalles del cuento

Título: «Crónica de un amor que no fue suficiente»

Autor: Martín Bugliavaz

Fecha de publicación:  30 de septiembre de 2023

Periodista y escritor. Me gusta contar historias.

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