Mis escritos

«Cuatro hombres y una ciudad»

Mi nombre es Philip Stone, pero todos me conocen simplemente como Phil. Soy inglés, tengo 35 años y desde que tengo memoria mi vida está ligada al puerto de Liverpool, mi ciudad, donde me gano la vida cargando y descargando mercadería que entra y sale del Reino Unido. Sin embargo, estas líneas no son para hablar sobre mí, sino para contar la historia de otras personas. Para contar la historia de cuatro grandes hombres que cambiaron una ciudad, un país e incluso me arriesgaría a decir que al mundo. Y aunque esto último todavía no lo puedo asegurar, confío en que el tiempo me dará la razón.

Se preguntarán, entonces, por qué hablo primero de mí si voy a narrar una historia ajena. La respuesta es sencilla: para resaltar aún más la figura de esas personas de las cuales voy a hablar, pues su grandeza logró que un hombre duro, pragmático y de manos curtidas como yo agarrase la pluma y el papel para cambiar la fuerza de los músculos por la elegancia de la palabra.

Aunque escribo esto en 1970, mi historia en realidad comienza en la década de 1960 y, como les dije, está protagonizada por cuatro hombres que también son ingleses: John, Paul, George y Richard, quien es más conocido como Ringo. Cuatro músicos con distintos orígenes pero con algo en común: Liverpool y la música. Dos cosas que antes iban por caminos totalmente separados pero que hoy, gracias a ellos, podría decirse que son sinónimos. Porque hablar de Liverpool es hablar de música. Y al hablar de música todo conduce a ellos, que son la fiel representación de Liverpool. Y les voy a explicar por qué.

Recuerdo que, cuando era pequeño, Liverpool no era lo que es actualmente. Como tampoco lo era ni Inglaterra ni el Reino Unido ni el mundo. Si a principios del siglo XX le preguntaban a cualquier extranjero por Inglaterra, seguramente todas las respuestas llevarían, de una manera u otra, a Londres. La capital. La ciudad inglesa por excelencia. La de los infinitos castillos y palacios. La inconquistable ciudad abundante de elegancia y cultura que es, además, el lugar de residencia del primer ministro del Reino Unido y de Su Majestad la reina Isabel, una de las monarcas más poderosas del mundo.

¿Qué lugar le tocaba a Liverpool dentro de Inglaterra? Uno muy frío y oscuro. Importante, sí, pero frío y oscuro. Apagado. Porque Liverpool, con su imponente puerto, era la ciudad que representaba al trabajo. Ese mismo puerto en el que hoy paso casi todos los días ganándome el pan era el más poderoso del país y recibía la mayor parte del comercio marítimo del mundo entero. Gracias a eso, la ciudad atraía a miles y miles de migrantes de distintas partes de Europa en busca de una vida mejor en la cual pudieran dejar atrás la miseria a fuerza de trabajo. Y eso se veía reflejado en las calles de la ciudad, que en sus suburbios continuamente en expansión presentaban la misma austeridad de los habitantes que las transitaban. Si Londres era brillo, Liverpool era opacidad. Si Londres era elegancia, Liverpool era discreción. Si Londres era ostentación, Liverpool era humildad.

Pero las cosas cambian. Y Liverpool, por supuesto, cambió. Se transformó de manera radical y yo fui, afortunadamente, testigo de eso. Y si bien cada persona que lea estas palabras podría cuestionarme, me arriesgo a decir que Liverpool empezó a cambiar el 19 de agosto de 1962. Aquel día fue domingo y después de una larga y exhaustiva jornada de trabajo en el puerto, fui con mis compañeros por unas cervezas al centro de la ciudad. Como todos estaban indecisos con respecto al lugar, entonces decidí yo y fijamos rumbo a The Cavern, mi club nocturno predilecto en aquel entonces, donde la simbiosis entre la cerveza y la música era perfecta.

De esa noche recuerdo las risas en Mathew Street y las bonitas mujeres que estaban bailando desenfrenadamente en el interior de The Cavern. Pero más recuerdo el impacto que sentí apenas ingresé al lugar, porque la música que estaba sonando me erizó la piel. Era un sonido nuevo que en ese momento me recordó ligeramente al rebelde y desfachatado rock estadounidense tan característico de Elvis Presley, pero que luego de unos minutos entendí que no tenía comparación. Era algo único y original, producto de cuatro hombres que ya había escuchado anteriormente pero que aquel día sonaban distinto. Tal fue mi asombro que decidí preguntarle a la gente del lugar sobre ellos hasta que descubrí que Ringo, el baterista, se acababa de unir recientemente a la banda en reemplazo de un tal Pete. La pieza que le faltaba al reloj para marcar el tiempo que cambiaría la historia.

Insisto, puedo ser cuestionado y con razón, porque no estoy exento a equivocarme. Pero estoy casi seguro de que aquella noche empezó todo. Empezó una nueva era para ellos, que poco tiempo después de haberlos visto en The Cavern parecieron haberse dado cuenta de su potencial y empezaron a tomarse las cosas más en serio. Esos cuatro rebeldes que vestían vaqueros, camperas de cuero y usaban jopo al mejor estilo Elvis Presley pasaron a vestirse de traje y corbata y a lucir en sus cabelleras un flequillo que inmediatamente volvió locas a todas las mujeres de Inglaterra.

Y cuando hablo de Inglaterra, también me refiero a esa nueva era que inició para ellos. Porque con su música y ese descontracturado estilo que contrastaba con las tan características seriedad y sobriedad que se nos atribuyen a los ingleses, esos cuatro hombres lograron trascender más allá de los límites geográficos de Liverpool. Con sus pintorescos instrumentos y sus profundas letras, esos cuatro hombres lograron entrar, invadir y conquistar a Londres. Conquistaron a la ciudad inconquistable, cuyos habitantes los tildaban de “provincianos norteños”.

Sin embargo, la historia no termina allí. Porque luego de romper todos los récords británicos con los sencillos de su primer álbum, Londres fue sólo un trampolín para esos cuatro hombres a los cuales Inglaterra y el Reino Unido les quedaron chicos. La grandeza de su música, de su espíritu y —sobre todo— de sus mentes hizo que una isla les resultara pequeña e insuficiente. Eso lo percibía yo —que los seguía casi desde sus primeros días— la prensa y el ambiente de la música. Pero fundamentalmente lo percibían ellos, que ya siendo destacados artistas británicos apuntaron a un lugar lo suficientemente grande para que albergase su tamaña genialidad: los Estados Unidos de América.

Y no voy a mentirles, su llegada no fue fácil. Porque los arrogantes americanos, al igual que los londinenses, subestimaban su talento. Se mofaban de su ropa, su pelo y su origen. Pero cuando las compañías disqueras llegaron a un acuerdo y esos cuatro hombres de Liverpool arribaron a la populosa y bulliciosa Nueva York, ya nada fue igual. La chispa de su música encendió un fuego que derritió a todos los estadounidenses, quienes quedaron maravillados con un nuevo estilo de rock que poco a poco empezó a dejar atrás a Elvis, su gran estrella en aquel entonces. Y no sólo eso, sino que además esos cuatro hombres, cual soldados de la Marina Real, iniciaron una nueva era en la música que algunos se atrevieron a dar a conocer como “invasión británica”. Fueron ellos, con el éxito de su talento, los que cruzaron el océano Atlántico y dejaron la puerta abierta para que un sinfín de bandas compatriotas se aventuraran a seguir sus pasos.

Como en aquella época no tenía televisor en mi hogar —pues eran costosos y yo soy uno de esos tantos humildes residentes de las afueras de Liverpool—, acudía a los bares del centro de la ciudad para verlos en cada una de sus multitudinarias presentaciones. Gracias a la televisión y a los periódicos pude seguir a esos cuatro hombres que con el paso del tiempo dotaron a Liverpool de cultura. Porque desde su aparición, Liverpool dejó de ser esa ciudad lúgubre y sacrificada de la clase baja y media del país para empezar a adquirir otros matices que la hicieron atractiva para una juventud ávida de oferta cultural. Esos cuatro hombres se encargaron de representarla bien a lo largo y ancho del planeta, poniendo en la boca de millones de personas nombres propios del lugar como Eleanor Rigby (el nombre grabado en una lápida del cementerio de Woolton), Penny Lane (una calle) o Strawberry Field (un orfanato). Así, se convirtieron en los hijos pródigos de Liverpool y Liverpool se convirtió en un centro de atracción del país que empezó a incorporar otros colores más allá del apasionado rojo que distingue a la institución deportiva más laureada y popular de la ciudad, el Liverpool Football Club.

Los años pasaban y la magia no sólo no se agotaba, sino que aumentaba y se renovaba. Como si romper récords de ventas, crear infinidad de hits que sonaban en todo momento en las radios y comenzar aquella “invasión británica” en los Estados Unidos no hubiese sido suficiente, esos cuatro hombres evolucionaron. Su manera de pensar evolucionó. Su manera de producir música evolucionó. Las armónicas fueron reemplazadas por cítaras, los sonidos de aviones por sonidos de submarinos y los aullidos de perros por gruñidos de morsas. Sí, créanme que eso fue posible y sonó bien. Yo mismo estuve tan sorprendido en aquel entonces como posiblemente lo estén ustedes ahora leyendo esto, pero créanme que el sonido de su música tenía el poder de cautivar hasta a sus más acérrimos críticos, que realmente eran muy pocos y generalmente se trataba de personas mayores que veían a todo tiempo pasado como mejor, incluyendo, claro está, a la música.

Como a esta altura podrán imaginar, lejos estaba yo de pensar que la música de antes era mejor que la de esos cuatro revolucionarios hombres que probaron, innovaron, arriesgaron y triunfaron. Crearon nuevos ritmos como el pop y algo que ahora se conoce como heavy metal, que, aunque no dudo en calificar como novedoso, mis oídos no están aptos para escuchar. Sin embargo, eso es cuestión de gustos y lo cierto es que nadie puede negar la trascendencia de esos cuatro hombres que a la siempre pomposa prensa le gusta presentar como los “Fab Four”.

Me gustaría decir que esta historia no tiene un final, pero mentiría. Toda historia tiene un final, y esta no es la excepción. Empecé y terminé de escribir estas líneas en la noche del 10 de abril de 1970 al enterarme de que uno de esos cuatro hombres, Paul, dejará de integrar un grupo que intuyo que se disolverá en cuestión de días. Un final esperado, debo decir, debido a los rumores que venían invadiendo los medios de comunicación desde hacía meses. Un final que se veía venir desde el pasado 30 de enero, cuando brindaron un inesperado concierto desde la terraza de los estudios Abbey Road de Londres para la sorpresa de todas las personas que pasaban por el lugar. Sin dudas, hasta para decir adiós fueron distintos.

¿Cuál era mi idea original al sentarme a escribir? Empezar una bitácora para dejar asentadas todas las hazañas de esos cuatro hombres. Pero resulta que mi mala memoria y mi escaso talento para la escritura me condujeron a cambiar los planes, así que decidí enterrar estas hojas a los pies del árbol más añejo e imponente del Greenbank Park de Liverpool, mi predilecto en la ciudad. ¿Qué quiero lograr con esto? Bueno, eso dependerá del tiempo. Si en un futuro, como pienso que ocurrirá, esos cuatros hombres son más famosos de lo que hoy ya son, entonces este texto servirá sólo para acrecentar aún más su leyenda. Pero en el caso de que su fama no trascienda como yo imagino, entonces mi legado será un humilde aporte para que esos cuatro hombres jamás sean olvidados.

Si se da la primera de las alternativas, entonces quien lea esto probablemente ya sepa quiénes son esos cuatro hombres. Si se da la segunda, difícilmente se entienda a quiénes me refiero. En cualquiera de los dos casos, querido lector, por favor tome nota: esos cuatro hombres se hacían conocer como The Beatles.

Detalles del cuento

Título: «Cuatro hombres y una ciudad»

Autor: Martín Bugliavaz

Fecha de publicación: 01 de abril de 2021

Observación: «Cuatro hombres y una ciudad» recibió una mención en el «Concurso Beatle» realizado por el sitio web Hoja por Hoja y fue incluido en una antología que podés leer o descargar haciendo click aquí.

Periodista y escritor. Me gusta contar historias.

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