
«De lava a nieve»
Gonzalo era conocido por muchas cosas. La gente decía que era apuesto y elegante, pues combinaba a la perfección la genética de su anatomía con el buen gusto de la ropa que vestía; también elogiaban su inteligencia, que le permitía mantener las más agudas conversaciones con cualquier persona, sin importar su formación o clase social; y, además, todos destacaban su caballerosidad. Sin embargo, lo que las personas ponderaban como su rasgo más característico era su frialdad.
Esa frialdad no tenía que ver solamente con la calma en los momentos en los cuales se necesita pensar, sino con algo mucho más profundo: sus sentimientos. Eran muchas las personas que lo conocían y la gran mayoría de ellas notaba que Gonzalo siempre estaba solo. Nunca hablaba de sus relaciones, nunca opinaba cuando los demás contaban sus experiencias y nunca lo habían visto con nadie.
Al mismo tiempo, todos coincidían también en lo curioso que resultaba que un joven tan atractivo estuviera solo. Es decir, nadie sabía a ciencia cierta si estaba solo, pero, cuanto menos, era curioso que nunca hablara del tema. Una de las tantas teorías hablaba de una homosexualidad no confesada por temor al escarnio social. Otro de los infundados rumores lo imaginaban como una versión realista de Christian Grey, aquel personaje literario que esconde a un sádico sexual detrás de la figura de un hombre de negocios respetable. Y eso no era todo, porque chismes había muchos y en todos lados: en la oficina, en el gimnasio y en casi todo ámbito social que él frecuentaba.
No obstante, no todos desconocían acerca de la vida amorosa y sexual de Gonzalo. En ese sentido, había dos grandes grupos: uno estaba compuesto por gente que simplemente lo conocía de forma superficial y el otro por unos pocos pero cercanos amigos. Aquellos que componían el primer grupo lo habían visto en algunas ocasiones besándose fríamente con mujeres en discotecas y los que integraban el segundo, que lo conocían mejor, sabían exactamente por qué Gonzalo era como era. Y también sabían que, antes de la frialdad, hubo mucho fuego.
La realidad marcaba que, efectivamente, Gonzalo era esa persona glacial que todos observaban. Sin embargo, y al contrario de lo que muchos pensaban, también era cierto que salía con muchas mujeres. Y, aunque lejos estaba de ser una reencarnación del famoso Grey, gozaba enormemente de las lujuriosas noches que pasaba con mujeres a las que conocía en esos reservados sitios nocturnos que le gustaba frecuentar. Disfrutaba de su perfume, de su piel, de sus cabellos. Disfrutaba de tocarlas, de acariciarlas y de tener los más salvajes orgasmos con ellas. Pero eso era todo, y lo que empezaba en una noche terminaba exactamente esa misma noche. Había besos, palabras sucias y mucho sexo, sí, pero jamás había un intercambio de datos personales que llevaran a una prolongación de ese momento de placer.
¿Cuál era el problema de Gonzalo? ¿Realmente tenía un problema? Porque, en principio, el no querer relaciones duraderas con alguien no era algo malo en lo absoluto. Sin embargo, en el caso de Gonzalo sí era un problema. Era su decisión no querer tener nada, como lo hacían muchas personas, pero no porque lo asustaran los compromisos. Jamás le había tenido miedo a eso, pero, en cambio, sí que le tenía miedo al amor.
Si en el presente no amaba a nadie ni tampoco quería hacerlo en el futuro era porque en el pasado había amado demasiado. Porque, aunque pareciera increíble, aquel hombre frío había sabido ser el más cálido que muchas mujeres habían conocido. Aquel ser, que aparentemente no tenía emociones, en realidad sí las tenía. Pero cada vez menos, porque muchos de sus más dulces sentimientos habían quedado en el camino y hoy yacían en el lecho donde estaban enterradas todas esas relaciones que no habían prosperado.
A lo largo de sus tres décadas y media de vida, Gonzalo había tenido muchas relaciones amorosas. Algunas más cortas y menos profundas, y otras más largas, serias y complejas. No obstante, todas le habían proporcionado decepciones por igual. Las primeras, aquellas más breves, le habían dejado esa amargura que se siente cuando se vive una ilusión que rápidamente se resquebraja; las segundas, por su parte, le habían hecho conocer distintas facetas de una tristeza depresiva, angustiante y por momentos desgarradora.
Cada una de todas sus rupturas le dejó una enseñanza, pero también mucho dolor y, sobre todo, mucha decepción. Si no eran las infidelidades, era el otro extremo: los celos enfermizos y posesivos. Si no era la falta de compromiso, era la manipulación para intentar cambiar su forma de ser. Gonzalo sabía que mucha gente contaba con muchísima más experiencia que él en el amor, pero también sabía que le había tocado vivir un sinfín de situaciones que incluso habían llegado a un maltrato psicológico que lo había llevado a ser prácticamente un esclavo de su novia de turno.
Después de cada ruptura, Gonzalo sentía cómo su corazón se encogía y marchitaba. Con la juventud era difícil sobrellevarlo, porque la inexperiencia y la ingenuidad propias de la edad le hacían vivir cada fracaso sentimental como el peor de los males. Pero, a decir a verdad, a medida que crecía la cosa tampoco le resultaba fácil. Porque era cierto que la madurez lo llevaba a comprender que una relación podía no funcionar por un sinfín de razones y que por eso debía aceptar cuando algo ya no daba para más, pero también era cierto que la desilusión seguía siendo grande. Y que seguía doliendo.
A medida que pasaba el tiempo, las rupturas seguían siendo difíciles pero por distintos motivos. A sus veinte lo eran porque creía que el amor era suficiente para que una relación fuese eterna. Y a pesar de que a sus treinta ya había aprendido que el amor no siempre era suficiente y que incluso algún día podía acabarse, la idea de separarse de alguien con quien quería estar le hacía daño. No importaba si se trataba de la desaparición del amor, de una decepción, de distintos proyectos de vida o de malos tratos. Lo que importaba era que, siempre que en su cabeza se producía ese click que le hacía darse cuenta de que la relación ya no daba para más, se angustiaba. Y no podía evitarlo.
Debido al dolor, la tristeza y las continuas desilusiones, Gonzalo paulatinamente comenzó a tornarse más frío. Cada vez que conocía a una nueva mujer, se controlaba para no ser dulce y cariñoso, algo que era característico en él. Al principio eso le costaba porque hacerlo significaba renunciar a su esencia, pero con el tiempo se volvió parte de él a tal punto que ya no le resultaba un sacrificio. Increíblemente, en cuestión de unos pocos años había pasado de ser un cálido muchacho lleno de amor a un hombre frío al que lo único que le importaba era tener relaciones sexuales espontáneas para luego olvidarse para siempre de aquellas personas con las cuales compartía esas intensas noches.
De todas formas, antes de que la transformación de lava a nieve estuviese consumada, hubo algo que pudo hacer que todo fuese diferente. O, mejor dicho, alguien: una nueva mujer que llegó a la vida de Gonzalo de forma inesperada. Su nombre era Dafne y, para él, no era cualquier mujer: era la más linda del mundo. Y eso ya era mucho decir por tratarse de un hombre que no quería saber nada con las relaciones.
Pero, a pesar de negarse a sentir, Gonzalo sintió. Y vaya que lo hizo. Porque Dafne lo atrapó desde el primer segundo con todos sus atributos. Si quería hablar acerca de ella, Gonzalo no podía: no le alcanzaban ni las palabras para describirla, ni los números para enumerar todo lo que le fascinaba de ella. Sin embargo, si lo apuraban, podía mencionar dos cosas: su inteligencia y sus ojos.
“¡Qué ojos que tiene!”, pensó Gonzalo la primera vez que la vio en ese bar al que iba cada vez que quería pasar una noche de intensa lujuria. Eran de un color verde intenso, pero lo que más asombraba era la agudeza con la cual miraban, pues parecían tener el poder de desnudar y descubrir esencias. Exactamente eso es lo que sintió Gonzalo cuando ella, que estaba sentada en la barra, lo miró mientras jugaba con el trago que tenía entre sus manos.
Esa fue la primera interacción que existió entre ellos. La segunda fue la charla que Gonzalo decididamente fue a buscar y la tercera fue el encuentro de sus cuerpos sin ropa en la cama del departamento de él, que nunca llevaba a nadie a su hogar. ¿Por qué lo había hecho con ella, entonces? La verdad era que en esos primeros instantes no lo sabía, pero cuando la vio así lo sintió. No quería ir a un hotel aleatorio en la ciudad, quería llevarla a su casa. Quería verla despertar por la mañana y, por qué no, prepararle el desayuno.
Y así lo hizo, efectivamente. A la mañana siguiente, Gonzalo le preparó a Dafne el desayuno, se lo llevó a la cama y, desde ese preciso momento, comenzó una relación que él no esperaba en lo absoluto, pero que se esforzó por cimentar. Al principio simplemente fue por una corazonada, por esas cosas que se sienten y que no entienden de justificaciones. Sin embargo, los argumentos para construir esa relación rápidamente aparecieron y tenían como eje principal el intelecto de una mujer que para Gonzalo era única. Una mujer con la que podía pasar horas hablando de política, de economía, de historia y, por supuesto, de la vida misma. Una mujer con la que día tras día podía descubrir el mundo a través de todos los sentidos.
Cuando se quiso dar cuenta, Gonzalo estaba perdidamente enamorado de Dafne. Ese hombre duro, frío y esquivo a todo afecto femenino de repente sintió que volvía a su adolescencia, en la cual creía en el amor para toda la vida y en edificar un futuro con otra persona hasta el final de sus días. Cuando pensaba en eso no podía creerlo, pues no entendía cómo había vuelto a enamorarse cuando se había prometido nunca más hacerlo. Sin embargo, se dejó llevar por una sencilla razón: disfrutaba de estar con ella. Le hacía bien, y eso para él era suficiente.
No obstante, la historia de Gonzalo y Dafne no tuvo un final feliz. Fue por esas cosas de la vida, que ya en su momento le había enseñado a Gonzalo que el amor a veces no es suficiente. Una vida que volvió a golpear la puerta de él para recordarle: “Amigo mío, el amor no siempre alcanza. Y, aunque me duela decírtelo, con Dafne te está pasando eso. Soltala”. Y a pesar de que no quería soltarla, Gonzalo sabía que la advertencia que sentía en su consciencia era cierta: Dafne y él tenían que tomar caminos separados.
¿Qué era lo que pasaba? ¿Por qué ese hombre enamorado tenía que alejarse de la mujer que tanto quería? La reciprocidad. Esa reciprocidad a la que uno adjetiva como bendita cuando existe, y como maldita cuando no está presente. Y esto último era lo que sucedía en este caso, en el cual el amor que entregaba Gonzalo era infinitamente superior al que recibía de Dafne, cuyo corazón tenía un dueño que la había abandonado de un día para el otro.
De buenas a primeras, una mañana Gonzalo se encontró sentado en su cama envuelto en un sinfín de cavilaciones. El día estaba espléndido, con un cielo celeste que no mostraba ninguna nube y que tenía como principal estrella al sol. Sin embargo, para Gonzalo ese día colorido se veía como en blanco y negro porque aquella mañana, en su dormitorio, se había despedido para siempre de Dafne, la mujer a la que amaba. La mujer a la que, por intuición, había llevado a esa misma cama el día en el que la había conocido.
También en esa cama, y triste como nunca había estado antes en su vida, Gonzalo lloró. Lloró por lo que pudo ser y no fue. Por amar a una mujer que nunca lo amó. Por la impotencia de darlo todo y de no recibir nada. Por la frustración de no poder continuar al lado de una mujer que era única, pero que no lo veía a él con los mismos ojos. Pero también lloró por una muerte: la de su propia alma. Porque aquella mañana, en esa cama y con el rostro anegado por las lágrimas tras decirle adiós a aquel ser humano al que tanto amaba, Gonzalo volvió a hacerse esa promesa que ahora sí que no rompería más: nunca volvería a enamorarse otra vez.
Detalles del cuento
Título: «De lava a nieve»
Autor: Martín Bugliavaz
Fecha de publicación: 06 de febrero de 2024

