
«Dejarla ir»
Él la amaba. La amaba como no había amado nunca a nadie. La amaba tanto que, poco tiempo después de haberla conocido, ya fantaseaba con construir toda una vida juntos. Una fantasía que incluía una linda casa con jardín para tomar aperitivos, unos tiernos gatitos y uno o dos bebés que llevasen su misma sangre. Sin embargo, y a pesar de que una parte de su alma quería negarlo, él sabía que ese amor le producía más angustias que alegrías.
Ocurría que él la amaba mucho, pero ella no sentía lo mismo por él. Él lo daba todo y ella lo recibía, sí, pero no lo devolvía. Él tenía unos cálidos abrazos y un sinfín de besos para darle, pero ella no tenía lo mismo para él. Y no sólo es que no tenía lo mismo, sino que, directamente, casi que no tenía nada de afecto para obsequiarle.
Se habían conocido fortuitamente, por esas vueltas increíbles que muchas veces da la vida. Y, aunque de manera distinta, ambos estaban empezando nuevas etapas: él se estaba empezando a divertir después de haber pasado momentos difíciles de diversa índole y ella estaba adaptándose a un país que le parecía un mundo totalmente nuevo.
Aquella noche en la cual se conocieron, ambos estaban solos y con algunas heridas que el pasado había dejado en sus corazones. Sin embargo, había una diferencia: él no estaba buscando nada porque quería estar solo después de haber sufrido por amor; ella, no obstante, sí que buscaba a alguien para compartir sus días, pues no se sentía bien estando sola. Y, retomando aquel concepto de que la vida puede ser muy increíble por momentos, es necesario decir que lo que finalmente sucedió aquella noche fue lo opuesto a lo que ambos buscaban inicialmente. En realidad, para ella no fue lo opuesto: encontró a alguien con quien compartir su vida. Sin embargo, él, que no buscaba nada, lo terminó encontrando todo.
¿Qué era ese todo que él había encontrado? Una combinación de características que ella tenía y que, en general, casi nunca las había hallado todas juntas en una misma mujer. Porque ella era hermosa físicamente, pero también lo era intelectual y espiritualmente. Sus ojos eran impresionantes, de esos que no podés dejar de mirar y que, al mismo tiempo, transmiten todas las emociones que una persona está sintiendo. Su cuerpo no se quedaba atrás, y sus curvas a él lo volvían loco cada vez que la veía desnuda. Sin embargo, lo que a él lo volvía incluso más loco era el intelecto de esa mujer inigualable. Un intelecto que le permitía hablar de los temas más diversos, pero que también la llevaba a perseguir siempre distintas metas para superarse día tras día. Y entre esas metas, como si todo lo anterior fuese poco, se encontraban también los viajes humanitarios que le encantaba hacer para ayudar a la gente necesitada que se encontraba en los sitios más recónditos del planeta.
Cuando él la miraba, sus ojos brillaban. Hacía mucho que no se enamoraba tan profundamente de alguien como le ocurría con esa maravillosa mujer, que tardó tan sólo unas pocas semanas en atraparlo por completo. En ese breve período de tiempo, él supo que sería capaz de seguirla allí adonde ella fuese, por más que su vida se complicase infinitamente haciendo eso. Pero no le importaba, porque verdaderamente la amaba.
Muchas veces él se preguntaba por qué se había enamorado tan rápido de alguien que había conocido debido a la más increíble combinación de factores y que culturalmente tenía diferencias grandes con respecto a él. Lo pensaba y lo analizaba bastante. Porque estaba contento de amarla, pero al mismo tiempo tenía muchísimo miedo de perderla. Y en ese miedo estaba la respuesta a su pregunta: tenía miedo de perderla porque casi no existían mujeres como ella. Mujeres que, al mismo tiempo, fuesen lindas, inteligentes, que tuviesen proyectos, que pensasen parecido a él en muchas cosas que él consideraba importantes en su vida y que, además, quisiesen formar algo serio con un compañero de vida.
Por todas esas cosas, él la amaba y la admiraba con todo su corazón. De eso no había duda alguna. Sin embargo, el sentimiento no era recíproco. Porque ella lo quería, sí, pero no lo amaba. Quería hacerlo, pero no podía. No le salía.
Ella quería amarlo porque veía que él lo daba todo. Que la amaba, que la cuidaba, que quería que estuviesen todo el tiempo juntos y que sufría cuando no se veían debido a todo lo que la extrañaba. Pero la verdad es que no podía, porque ella tenía la cabeza en otras partes: en su familia, que estaba lejos; en sus amigos y en su antigua vida, que también estaban lejos pero que en su corazón estaban muy presentes; y en sus proyectos, que eran más importantes que cualquier otra cosa.
La mente de ella iba constantemente de un lado al otro: desde lo que tenía que resolver en el trabajo hasta las cosas que podía hacer para adaptarse a un país que no la terminaba de convencer, pasando también por los objetivos que siempre se decidía a alcanzar. Ella pensaba en una infinidad de cosas porque siempre le gustaba anticiparse a todo, pero lo cierto es que, en sus pensamientos, él casi nunca estaba presente. O, mejor dicho, no desde el punto de vista sentimental.
No era que no lo apreciara, porque sabía que él era un buen muchacho. Pero a ella no le terminaba de convencer su forma de ser, pues lo encontraba demasiado sentimental y apegado. Todo el tiempo quería besarla, abrazarla y decirle cosas lindas. Y, aunque nada de eso era malo en lo absoluto, a ella le generaba rechazo porque no entendía cómo él podía haberse enamorado tan rápido. ¿Por qué la idealizaba así, dedicándole siempre palabras halagüeñas? ¿Es que acaso estaba muy solo y la necesitaba? ¿O había algo más que ella, con su mente aguda, no alcanzaba a dilucidar?
Lo cierto es que nada de eso era verdad. O tal vez un poco de lo primero, sí: él la había idealizado desde el principio porque ella lo había impresionado tanto que no pudo evitar sentirse increíblemente atraído. Sin embargo, lógicamente con el paso del tiempo él comenzó a darse cuenta de que ella no era perfecta y de que poseía algunas actitudes que a él no le gustaban. Algo que era totalmente normal en toda relación, y que no fue un impedimento para que él la siguiera mirando con ojos de enamorado. Por el contrario, advertir esos rasgos de su personalidad que para él eran negativos lo llevó a confirmar que verdaderamente la amaba, porque no le parecían motivos suficientes para estar lejos de ella.
Y en ese punto también había una diferencia entre ambos. Porque mientras para él esas cosas de la personalidad de ella que no le cerraban no eran a priori trascendentales, para ella sí lo era eso que no le gustaba de él. Y por supuesto que a él no le agradaba en lo más mínimo que ella fuera fría con él, pero entendía que era algo que con tiempo y con confianza podrían resolver. Sin embargo, los tiempos de él no eran los mismos que los de ella.
En cierto modo, ambos tenían muchas cosas en común: venían de sitios con conflictos sociales parecidos, tenían proyectos, les gustaba viajar y querían construir una vida con alguien a quien amaran. No obstante, desde otro punto de vista eran como el agua y el aceite. O, mejor dicho, como el agua y la gasolina. Porque ella era pragmática y él era un idealista. Ella era fría y calma, y él era cálido y temperamental. Ella controlaba muy bien sus sentimientos a todo nivel, desde lo que le ocurría en el trabajo hasta lo que vivía en el amor. Él, por su parte, se encontraba en las antípodas: en muchos ámbitos sí podía controlar sus emociones, pero no así en el amor. No podía, pero la verdad es que tampoco quería. ¿Por qué dejar de decirle que era linda, si realmente pensaba eso? ¿Por qué dejar de hacerle regalos, si le gustaba ver la sonrisa de sorpresa y agradecimiento en su rostro? ¿Por qué dejar de besarla, abrazarla y pegarse a ella como un koala en la cama si todo eso en conjunto era la mayor demostración de afecto que podía existir?
La realidad era que él tenía razón, pues no había nada de malo en todo eso. Todo lo contrario. Pero también era real que a ella eso por momentos le daba igual y por momentos la irritaba, y esa actitud a él lo destruía. Porque él la amaba y su concepto de amar incluía, entre muchas otras cosas, justamente eso: el contacto físico y las palabras bonitas. Y por más que él sabía que el amor se demostraba de muchas maneras, también necesitaba que lo agarraran de la mano, que se apoyaran en su hombro o que, después de mucho tiempo sin verse, le dijeran que lo extrañaban.
Ninguno de los dos tenía razón. Tampoco ninguno estaba equivocado. Simplemente, ambos eran como eran y no podían evitar sentir lo que sentían. Sin embargo, por ese mismo motivo con el paso del tiempo ambos empezaron a penar por lo que en realidad debían disfrutar. Porque él sufría la falta de afecto por parte de ella, y eso provocó que, paulatinamente, entre los dos se creara una división de hielo que también la empezó a afectar a ella, que parecía más fría que un glaciar pero en el fondo no lo era.
La cama, que debía ser cálida como el interior del más rabioso de los volcanes, era en realidad un lecho gélido digno del lugar más oscuro de la Antártida. Él quería acariciarla, tocarla y decirle cosas, pero tenía miedo de hacerlo y que ella no se lo devolviera; y ella, por su parte, esperaba que él la tocara, le hablara al oído, le sacara la ropa y la hiciera sentir deseada, pero eso nunca llegaba.
Y así fue como un día esas dos personas se encontraron uno al lado del otro en el sofá sin saber qué hacían juntos. Ya no había ni risas, ni caricias, ni iniciativa por parte de ninguno de los dos para hacer cosas. Ya no había temas de conversación. Ya no había ni siquiera ese tímido cruce de manos que él siempre buscaba y que ella parecía aceptar a regañadientes. Simplemente eran dos personas que se veían por motivos que no eran los correctos: ella porque estaba sola y no se olvidaba de que él la había acompañado en un momento difícil, y él porque todavía tenía la esperanza de que ella le devolviera aunque sea un poquito de todo el cariño que él le daba.
Aquel día, en el sofá, ambos estaban mirando la televisión con sendas tazas de té en sus manos. Evitaban hablarse, evitaban tocarse y hasta incluso evitaban mirarse. Él, que no prestaba ni un poco de atención a lo que veía y escuchaba en la tele, pensaba que ya no había vuelta atrás. Que tenía que dejarla ir, porque no la veía feliz estando a su lado. Le dolía pensarlo, pero era lo que percibía en sus ojos y en su expresión corporal. Era un dolor horrible, de esos que se sienten en el estómago cuando sabés que estás a punto de no volver a ver a alguien por el resto de tu vida.
Él sentía que ya era el fin, pero la amaba tanto que no podía irse así, sin más. Estaba acostumbrado a sufrir por la pérdida de batallas, pero justamente si se enfrentaba a esas batallas era porque se consideraba un luchador. Y, como buen luchador, en ese instante de tristeza y desesperación que sintió al imaginarse sin ella, decidió que haría un último intento para que las cosas funcionasen. Por eso, y luego de mucho tiempo, la agarró de la mano.
Al sentir el contacto, ella no pudo evitar sorprenderse por partida doble: por un lado, porque no esperaba eso por parte de él; y, por el otro, porque en ese instante se dio cuenta de que extrañaba ese acto de amor más de lo que se imaginaba. Todavía asombrada, decidió mirarlo y en ese momento, tras cruzar miradas con unos ojos que la estaban observando atentamente, escuchó cómo él le dijo:
—Te amo. Y soy plenamente consciente de que el amor no es suficiente, pero justamente por eso estoy dispuesto a hacer todo lo que esté a mi alcance para que resolvamos lo que nos hace mal y así volver a disfrutar de las cosas lindas que alguna vez disfrutamos. —Hizo un silencio, le dio un tierno apretoncito en la mano y, tras sonreírle, continuó—. ¿Qué decís, tenés ganas todavía de intentarlo?
Ella se mantuvo callada durante unos segundos y lo miró con esos ojos glaciales que tanto la caracterizaban. Unos ojos que en un primer instante a él le hicieron pensar que su intento había sido en vano, pero que luego cambiaron drásticamente de forma cuando, acompañados de una sonrisa, le demostraron que ella quería seguir estando con él.
—Sí, claro que tengo ganas —respondió ella—. Pero antes te tengo que pedir algo.
—Sí, lo que quieras. ¿Qué es?
—Que, terminemos como terminemos, en el mientras tanto nunca dejes de agarrarme la mano como lo estás haciendo ahora. No sabía cuánto lo necesitaba hasta que no lo tuve más.
Él no le dijo nada, pues estaba inmensamente conmovido ante ese sorprendente pedido. Simplemente, y con sus ojos ligeramente humedecidos, atinó a devolverle la sonrisa y a darle un abrazo que, acompañado de un suspiro, dejó entrever lo aliviado que estaba de seguir teniendo la oportunidad de construir un futuro con ella.
Detalles del cuento
Título: «Dejarla ir»
Autor: Martín Bugliavaz
Fecha de publicación: 19 de enero de 2024

