Mis escritos

«El bosque noruego»

Escuchar la alarma. Escucharla de nuevo. Volverla a escuchar. Despertarse, intentar dormir un rato más y, al mismo tiempo, cuestionarse todo. El porqué de tener que levantarse, la rutina, el trabajo. Cuestionarse la vida misma.

Eso es lo que le ocurría a Diego cada día de su vida en el cual tenía que trabajar. O, mejor dicho, eso era lo que lo atormentaba cada jornada que empezaba bien temprano por la mañana con el irritante sonido de una alarma que se repetía una y otra vez hasta que su mente se daba por vencida y aceptaba que era el momento de darle la orden al cuerpo para que se despegara de la tan confortable cama.

Diego sabía que no era el único que sufría ese malestar. También sabía que había mucha gente que la estaba pasando peor que él, pues incluso todo el sacrificio diario apenas les permitía llegar a fin de mes, mientras que él se podía dar sus gustos. También era perfectamente consciente de que todos sus antepasados habían tenido una vida más dura que la de él en el aspecto laboral, con la necesidad de trabajar de lo que surgiera para poder sostener económicamente a familias numerosas. Sabía todo eso, pero, aun así, se sentía cansado. Derrotado.

Diego siempre había tenido claro que quería estudiar Filosofía y, por supuesto, vivir de eso. Y, como era una persona decidida y tenaz, llegó un momento de su vida en el cual logró su cometido y pudo sostenerse económicamente en base a las clases de Filosofía que impartía en distintas instituciones educativas de diversos niveles académicos. Para alcanzar ese objetivo, Diego tuvo que afrontar momentos difíciles: trabajar haciendo tareas que no le gustaban; también trabajar muchas horas en compañías que no valoraban su capacidad y, por ende, que tampoco le pagaban bien; y, además, rendir muchos exámenes y tocar muchas puertas para, una vez superada la etapa de estudiante, poder convertirse en docente.

Por supuesto que en un principio Diego celebró el hecho de trabajar haciendo cosas que disfrutaba, pues él consideraba que de eso se trataba la vida. Incluso, a pesar de que la docencia en su país no estaba bien paga, Diego valoraba el hecho de estar pudiendo al menos vivir de la Filosofía, pues tenía la idea de que, una vez que adquiriera determinada experiencia, podría aspirar a mejores puestos en mejores instituciones y, ergo, mejorar su salario.

Sin embargo, las expectativas de Diego lejos estaban de convertirse en realidad. Y no porque él no lo intentara, pues se capacitaba todo lo que su tiempo y su dinero le permitían, y trataba de explotar al máximo su agenda de contactos. Pero nada de eso era suficiente para el mercado: siempre se le pedía o más experiencia o más certificaciones o más conocimientos.

En algún momento, la frustración que invadía a Diego fue tan intensa, tan dominante, que lo llevó a pensar en que no servía para nada. Que era como un desecho para un mundo actual en el que parecía que una persona sólo servía si dominaba al máximo cinco idiomas y tenía, como mínimo, una maestría. Y esa forma de pensar lo sumió en una depresión tan profunda que, por momentos, pensó en no levantarse nunca más de la cama. “¿Qué sentido tiene hacer lo que hago, si, en vez de vivir, lo que hago es sobrevivir?”, pensaba Diego.

En ese estado de debilidad interior, Diego ni siquiera podía saborear las cosas que antes tenían el más delicioso de los gustos para él. Las grandes ciudades, que antes lo atraían con su ajetreada vida cultural, ya no lo llenaban. Las percibía ruidosas, enajenantes y desprovistas de color, pues sentía que toda la gente tendía hacia lo mismo en ese intento de no caer en la picadora de carne que era el sistema. Tampoco disfrutaba de las reuniones sociales, en las cuales todos sus amigos hablaban más de trabajo y de estudio que de cosas que verdaderamente disfrutaran hacer. A todos ellos, de treinta y largos años, los veía más preocupados por un futuro que a esa altura ya debía marchar sobre rieles, que por conversar acerca de experiencias de goce. Y, como si todo eso fuera poco, Diego tampoco disfrutaba de la tranquilidad de su hogar en sus días libres, pues estaba desprovisto de una energía que perdía a lo largo de una semana que era desgastante en exceso. De hecho, durante los fines de semana no podía evitar pensar en que, cuando se acabaron esos dos míseros días libres, tendría que volver a esa esclavitud diaria de la cual resultaba tan difícil escapar.

La realidad era que Diego estuvo muchas veces al borde de caer en un estado de depresión que se volvería irreversible, pero tanto su propia resiliencia como el apoyo de su esposa lo mantuvieron a flote. Hasta que, un buen día, y después de muchísimo tiempo de reflexión, Diego halló la manera de dejar de estar flotando a la deriva para dirigirse de una vez por todas hacia tierra firme.

Era un frío domingo de invierno cuando, después de haber estado horas cavilando al lado de la estufa, Diego encontró la solución que, creía, sería la que tanto él como su esposa necesitaban. Por eso, cuando ella entró en la habitación para sentarse a su lado, él le propuso:

—¿Y si dejamos la ciudad para siempre?

—¿A qué te referís? —le preguntó ella, sorprendida—. ¿A qué ciudad querés ir?

—A ninguna, pensaba más en algo como un pueblo. Y hasta te diría que, si lo pienso más, hasta preferiría irme a vivir en medio de un bosque.

—¿Y dejaríamos nuestras vidas acá para empezar todo de nuevo? ¿Cómo haríamos con nuestros trabajos si nos vamos a lugares tan remotos?

—Mirá, si lo analizamos bien, tanto vos como yo podríamos ejercer nuestras profesiones a través de internet. Ese es el futuro, sólo tenemos que buscar la manera de llevarlo a cabo. Pero estoy convencido, y sin temor a equivocarme, de que todo valdrá la pena. Porque ya no podemos vivir así, siempre corriendo, siempre queriendo más, siempre queriendo atrapar una zanahoria que cada vez parece más y más lejos. Es insufrible, y la vida así no tiene sentido.

—Está bien —dijo ella, con una mirada de profunda reflexión—. Si encontramos la manera de que funcione pata tener una vida más tranquila, estoy con vos.

Y así, luego de fundirse en un abrazo que daba cuenta de un sólido amor, tanto Diego como su esposa pusieron su mente en alcanzar el objetivo que se habían propuesto. El proceso fue sin prisa, pero también sin pausa, y al cabo de unos meses ambos dejaron atrás su diminuto y costoso departamento en una ciudad sucia, ruidosa y contaminada, para instalarse en su nueva vivienda: una amplia cabaña en un bosque noruego. Una cabaña que, a pesar de tener conexión a internet para que la pareja pudiera ganarse la vida, estaba aislada de todo lo demás. Aislada del tránsito feroz, de las luces irritantes y de los olores nauseabundos. Pero, sobre todo, estaba aislada de la mezquindad de los seres humanos.

En Noruega, y particularmente en ese bosque que irradiaba vitalidad y frescura, Diego y su esposa empezaron su nueva vida. Una vida que, por cierto, empezó con algunos de los mismos problemas inherentes a esos trabajos que les permitían comer día a día, pero que con el tiempo empezaron a desparecer a medida que ambos aprendieron a nutrirse de las bondades de la naturaleza. Y fue así que, con el correr de los años, ambos se mimetizaron con ese bosque noruego que, hasta el final de sus días, sería el entorno al cual llamarían hogar. Y, por sobre todas las cosas, sería el sitio en el cual hallarían la paz y la felicidad que tanto anhelaban.

Detalles del cuento

Título: «El bosque noruego»

Autor: Martín Bugliavaz

Fecha de publicación: 09 de octubre de 2022

Periodista y escritor. Me gusta contar historias.

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