
«El muchacho de las rosas»
La ciudad era grande, cosmopolita y bulliciosa. Vivía allí mucha gente y, por ende, era lógico que uno pudiese pasar desapercibido sin ningún tipo de problemas. Sin embargo, en uno de los barrios de aquella conocida urbe se veía siempre a alguien que lejos estaba de no llamar la atención: un muchacho joven y alegre que siempre llevaba una rosa en su mano derecha.
El barrio era ruidoso como la ciudad en la cual se encontraba, pero era decididamente de los más tranquilos. No se destacaba por su arquitectura, pues era de los más humildes de la zona, y en muchas ocasiones parecía frío y apagado, algo que definitivamente contrastaba con la imagen que se había ganado una ciudad que, además, era la capital de la nación. Y justamente por las características de tal escenario era que los vecinos no podían dejar de reparar en la presencia de aquel muchacho que, día tras día, portaba una rosa.
Aquel particular personaje parecía ser totalmente distinto a la gente que vivía en el barrio. Acostumbrados a ver gente con ropas modestas, los vecinos se sorprendieron desde el primer día cuando vieron caminar alegremente por sus calles a aquel hombre esbelto que, con una altura que superaba el metro ochenta, lucía elegantemente trajes y abrigos que parecían ser de las marcas más costosas de Europa.
Vestido de colores oscuros, el muchacho, que según los vecinos no pasaba los treinta y cinco años, se paseaba por las calles de aquel barrio europeo siempre con prendas diferentes, combinándolas a la perfección para así maravillar con su prestancia. Sin embargo, lo que más llamaba la atención de su persona no era ni su elegancia, ni sus ropas, ni su barba larga prolijamente recortada. Tampoco lo era su altura, su pelo rubio peinado hacia atrás o sus ojos verdes que brillaban cada vez que el sol les pegaba de frente. Lo que verdaderamente despertaba la curiosidad era aquella rosa que siempre portaba en su mano derecha, y que, a diferencia de su vestimenta, nunca variaba: siempre era roja y siempre parecía haber sido cortada recientemente, pues irradiaba frescura.
La escena se repitió a lo largo de meses. Las temporadas pasaban, el calor iba y venía, el frío se alejaba y reaparecía, la noche le cedía el paso al día y la luna cambiaba de turno con el sol. Más allá de todas esas cosas, el muchacho de las rosas siempre aparecía caminando por aquella misma calle ―la principal del barrio―, con una sonrisa en su rostro y con una constancia que no claudicaba ni con el calor más asfixiante ni con las tormentas más salvajes.
Los vecinos siempre hablaban entre ellos acerca de aquel joven amable que siempre saludaba educadamente y que dedicaba sonrisas. Las teorías eran muchas y, aunque no tenían forma de confirmarlas porque él nunca se detenía en ningún lugar para interactuar demasiado con la gente, todas apuntaban a que allí visitaba a un amor. La rosa, fresca y perfectamente presentada en su envoltorio de plástico, era el principal factor que indicaba que aquel joven, que además parecía ser un forastero, visitaba a una persona que amaba.
Las dudas, la curiosidad y el sinfín de teorías continuaron durante un tiempo largo, pero un día se terminaron. Porque ocurrió que, durante una de esas tardes en las cuales el muchacho de las rosas iba caminando por la calle de siempre con su habitual flor en su mano derecha, una de las vecinas de mayor edad del barrio se descompuso justo enfrente de sus ojos. Aquel lamentable hecho finalmente no pasó a mayores y se convirtió en una anécdota, y eso se debió justamente a que el joven, haciendo gala de una caballerosidad que pocas veces se veía en aquellos tiempos, soltó su tan preciada rosa, se sacó su abrigo y acudió inmediatamente en ayuda de la mujer que se había desvanecido súbitamente.
Tras aquel incidente, el muchacho de las rosas no sólo intercambió conversaciones más profundas con los vecinos, sino que, además, fue invitado por Raquel, la hija de la mujer descompuesta, para tomar el té con ellas en señal de agradecimiento. El joven, que consideraba que su ayuda era lo que correspondía y que por ende no ameritaba tamaño reconocimiento, en un principio rechazó la invitación. Sin embargo, ante la insistencia de la agradecida señora, finalmente decidió aceptar.
Fue así que un viernes el muchacho, después de su aparición habitual en el barrio, acudió a media tarde para tomar la merienda con sus anfitrionas, quienes no dejaron de notar un detalle: el invitado ya no llevaba consigo la rosa con la cual lo habían visto pasar unas horas antes, en el horario habitual de su llegada a la calle principal del lugar.
Si antes le había parecido apuesto, a Raquel aquel día el muchacho ―que dijo llamarse Marco y ser italiano― le pareció un hombre totalmente fascinante. Sentado cruzado de piernas en una de las sillas del salón, el joven destilaba elegancia mientras bebía su taza de té y conversaba con aquella amable señora a la que había socorrido en la calle. Raquel no podía dejar de mirarlo y, cuanto más lo hacía, más apreciaba en sus ojos algo que a los hombres se les nota inmediatamente y sin ningún tipo de dudas: estaba enamorado.
¿Qué tenía su mirada que a Raquel le indicaba que aquel muchacho, que no hablaba de su vida privada en lo absoluto, estaba enamorado? Tenía un brillo en particular. Un brillo de esos que aparecen siempre que hay alguien detrás que los genera, y que indica que esos ojos sólo resplandecen ante una sola persona, que es la que acapara todos los sentimientos de quien los luce.
El muchacho permaneció en la casa un poco más de dos horas y, cuando el sol empezó paulatinamente a desaparecer, decidió que era momento de irse. Y fue en aquel instante, cuando el invitado estaba a punto de marcharse, que Raquel decidió satisfacer esa curiosidad que la estaba carcomiendo por dentro.
―Marco, ¿puedo preguntarte algo personal?
―Sí, claro, adelante ―respondió el joven dedicándole una sonrisa a su interlocutora.
―Bueno, no quiero quedar como una metida, pero es que me preguntaba… muchos nos preguntábamos, en realidad, qué es lo que te trae al barrio. Ahora sabemos que no sos de acá, algo que ya sospechábamos por varias cosas que habíamos observado, y, además, siempre venís con una rosa. Nos ha generado mucha curiosidad saber a quién visitás, porque sabemos a dónde te dirigís pero nunca te hemos visto con nadie en la calle.
Marco permaneció en silencio unos segundos, aunque no dejó de lucir su amable sonrisa. Pareció estar analizando si hablar o no de un asunto tan privado, pero, finalmente, decidió responder.
―Vengo a visitar a mi esposa.
―¿A tu esposa? ―preguntó Raquel, sorprendida―. Perdón por la sorpresa, pero es que parecés muy joven. Y, además, y perdón nuevamente, me parece extraño que no vivas con ella.
El joven volvió a hacer silencio, pero esta vez la sonrisa, que no dejó de estar presente, lució más triste pues se encontró acompañada de unos ojos que estaban ligeramente humedecidos por una tristeza que empezaba a hacerse visible en su rostro.
―Lo que me preguntás es muy personal, Raquel ―dijo decididamente Marco―. Pero te voy a responder porque, ahora que lo pienso, es necesario que alguien más sepa de mí aparte de mi esposa y de las pocas personas que nos rodean. Por si algún día me pasa algo y es necesario que alguien le hable a ella acerca de mí.
‹‹Su nombre es Valentina y nos conocimos en Italia cuando ambos éramos muy jóvenes. Hemos estado de novios y hasta comprometidos, pero un día ella me dejó. Dijo seguir amándome y que nunca me iba a olvidar, pero que, en ese momento en particular de su vida, ella necesitaba vivir otras cosas que, aparentemente, conmigo no iba a poder vivir. Por supuesto que me dolió muchísimo aquella situación, pero yo la amaba y tenía que dejarla ir. Sin embargo, más allá de mi sufrimiento, me prometí que nunca la olvidaría, porque el recuerdo de sus ojos y de su sonrisa siempre me llenaba de luz hasta en los momentos más oscuros››.
‹‹El tiempo pasó. Las semanas se hicieron meses, luego años y más tarde una década y algo más. Y cuando ya me empezaba a resignar a pasar el resto de mi vida sin ella, nos volvimos a encontrar. Pero no como yo me imaginaba, pues ella se hallaba sumida en un estado de vulnerabilidad que puso a prueba todo eso a lo que yo llamaba amor: tenía un principio de Alzheimer y los médicos no auguraban nada bueno. Según le habían dicho, en poco tiempo no iba a reconocer a nadie››.
‹‹Como dije, no esperaba toparme con una situación así. En mi mente me imaginaba un reencuentro en la playa, en un parque o en casa con una cena a la luz de las velas, y en todas esas situaciones con una sonrisa de oreja a oreja. Pero no me importó, pues fue en ese momento de tanta tristeza cuando me di cuenta de cuánto la amaba realmente. Porque en una fracción de segundo por mi mente aparecieron un sinfín de posibles escenarios en los cuales ella estaba sufriendo, y eso no hizo más que confirmarme que quería estar a su lado, cuidándola a pesar de todo››.
‹‹Fue por eso que ese mismo día le propuse matrimonio y le prometí que la ayudaría a cumplir esa promesa que me había hecho aquel día en el que nos habíamos separado: que nunca se olvidaría de mí. Y fue desde ese preciso instante que cada día le regalo una rosa roja, que fue lo que le obsequié la primera vez que le dije que la amaba cuando éramos unos jóvenes que recién empezaban a descubrir lo que era el amor››.
‹‹El tiempo pasó y las predicciones de los médicos se hicieron realidad: Valentina comenzó a olvidar. Primero fueron detallitos, luego cosas más importantes y más tarde empezaron a desaparecer de su mente los registros que tenía de todas las personas. Sin embargo, hay pequeñas cosas que la ayudan, aunque sea por un rato, a recordar. Y, en mi caso, esas rosas rojas hacen que ella se acuerde de mí››.
‹‹Las pocas personas que saben nuestra historia me han preguntado, directa o indirectamente, si es realmente esto lo que quiero para mi vida. Si en verdad quiero pasar el resto de mis días al lado de una mujer que apenas me recuerda durante unos minutos. Y mi respuesta es que sí. Quiero eso porque la amo, y porque, cuando la veo, no veo a una mujer enferma. Veo a mi Valentina, la Valentina de siempre, que no deja de parecerme dulce y preciosa. Veo a mi esposa, que no deja de ser mi esposa aunque esté enferma y aunque no pueda vivir con ella por su fragilidad mental. Veo al amor de mi vida, esa persona a la cual le prometí mi amor por toda la eternidad. Y les puedo asegurar que, aunque pueda parecer poco, esos escasos minutos de lucidez durante los cuales ella me recuerda, hacen que todo valga la pena. No me importa cuánto tiempo más tenga que venir a visitarla todos los días, caminar estas calles, tocar el timbre de su piso, darle la rosa, esperar a que me recuerde y verla llorar por darse cuenta de que ahora es ella, pero que en un rato volverá a perderse en las lagunas de la amnesia. No me importa en lo absoluto, porque la amo y la seguiré amando hasta que mi vida llegue a su fin››.
Tanto Raquel como su madre, que a esa altura no habían podido contener el llanto, terminaron de quebrarse cuando Marco concluyó su historia. El joven, que también tenía los ojos irritados por las lágrimas, les dedicó una sonrisa a sus anfitrionas, enternecido por la conmoción que ellas mostraban.
Unos minutos después, cuando Raquel y su madre recuperaron la compostura, Marco se despidió amablemente y les agradeció tanto por la invitación como por el interés en él. No obstante, esa despedida no fue un hasta siempre, sino un hasta luego, pues Marco nunca dejó de pisar las calles del barrio. Un barrio que muchas veces parecía apagado, oscuro y triste, pero que, al menos para todos aquellos que conocían la historia del italiano, se volvía colorido como un arcoíris cada vez que el muchacho de las rosas caminaba por él, portando aquella flor que no era sólo una flor, sino mucho más: era el poderoso recurso que un hombre enamorado tenía para que su mujer, el amor de su vida, no se olvidara ni de él ni del amor que le profesaba.
Detalles del cuento
Título: «El muchacho de las rosas»
Autor: Martín Bugliavaz
Fecha de publicación: 21 de diciembre de 2023

