
«El padre y el tiempo»
El agua lucía más cristalina que nunca, la arena más nívea de lo habitual y el sol brillaba sin que ninguna nube le robara su protagonismo en el cielo que cubría a la helénica isla de Zante. Allí, recostado sobre la playa bañada por el mar Jónico, yacía Joaquín.
Ya no era un forastero en el archipiélago de Grecia, sino que, por el contrario, se sentía un griego más a pesar de haber nacido y crecido en Buenos Aires. Sin embargo, cada día que Joaquín acudía a las playas de la isla que ya era su hogar desde hacía treinta años, no podía evitar maravillarse con la belleza de ese lugar que lo había llevado a abandonar la capital argentina en busca de una paz que no había experimentado en toda su vida.
Era un día más de julio, en pleno verano europeo, cuando su teléfono empezó a sonar. Primero fue un mensaje y luego fueron varios. Más tarde fue una llamada e inmediatamente fueron muchas. Joaquín estaba apoyado con los codos en la arena y la mirada fija en el horizonte, sin lograr decidir si debía atender o no. Las llamadas provenían de la Argentina y eso no auguraba nada bueno.
Finalmente, ante la insistencia decidió contestar y, mientras escuchaba la voz femenina que le hablaba desde el otro lado del teléfono, se estremeció. Aquello que tanto había temido durante muchos años se estaba haciendo realidad: su padre agonizaba.
De pronto el cielo le pareció oscuro, la brisa fría y la limpieza de la arena insignificante. Todo era insignificante. “¿Qué me importa todo esto si mi padre se está muriendo?”, pensó mientras las lágrimas humedecían sus afeitadas y sonrosadas mejillas. Quería levantarse de la arena e ir a tomar el primer avión que lo dejara en su país, pero no podía moverse. Sus músculos no reaccionaban porque su mente funcionaba decididamente mal; al mismo tiempo que ordenaba volver urgentemente a la Argentina, su cerebro también se encontraba ralentizado por los azotes que le impartían los recuerdos.
Las imágenes más antiguas que empezaron a invadir la cabeza de Joaquín eran igual de dolorosas que las más recientes. De cuando era pequeño recordó la impaciencia de su padre cuando él no entendía las cosas que le explicaban, los golpes que le propinaba cuando llegaba nervioso tras un mal día en el trabajo, la preferencia por su hermano menor en todas las discusiones y el día en el cual abandonó su hogar para empezar a construir una nueva familia. De cuando ya era adulto rememoró la indiferencia, la falta de reconocimiento por sus logros y la frialdad a la hora de despedirlo en el aeropuerto cuando partió rumbo a Grecia.
La difícil relación con su padre había sido uno de los motivos que llevaron a Joaquín a Europa, pero incluso ya estando en su nuevo hogar no pudo dejar de pensar él. En lo distintas que habrían sido las cosas si hubieran estado más unidos. En si su padre lo estaría extrañando. En si estaría orgulloso de él. Pero, sobre todo, pensaba en el tiempo. En el tiempo perdido tanto en la Argentina como en todas aquellas décadas que llevaba viviendo en Europa. Tres décadas a lo largo de las cuales, frecuentemente, pensaba que tarde o temprano llegaría el día en el que su padre muriera y el arrepentimiento se apoderase de él. Y ese día finalmente parecía estar a la vuelta de la esquina.
El letargo que lo invadía cedió un poco y le permitió incorporarse para, en un abrir y cerrar de ojos, estar tomando el avión que lo llevase a ver a su padre. Así, cuando finalmente recobró la lucidez, Joaquín se dio cuenta de que ya estaba en el hospital. Parado en el umbral de una habitación, vio a un hombre canoso conectado a un respirador que lo miraba desde la cama con los ojos inundados por las lágrimas. Joaquín se acercó a su avejentado padre, se sentó a su lado en la cama y lo tomó de la mano. Sin pensarlo, lo primero que salió de su boca fue:
—Perdón, pa. Perdón por el tiempo perdido.
El anciano, que estaba profundamente conmovido, empezó a temblar. Joaquín no pudo contener más la angustia que lo carcomía por dentro y rompió en llanto tras apoyar la cabeza en el pecho de su padre. El hombre, que hizo un esfuerzo sobrehumano para serenarse, acarició suavemente la cabeza de Joaquín, se sacó la mascarilla de la boca y, con mucha dificultad, dijo:
—No, hijo, el que tiene que pedir perdón soy yo, porque yo soy el responsable de haber desperdiciado ese tiempo por el cual hoy vos te lamentás. Tiempo para verte crecer, para verte cumplir tus metas y para verte feliz. Te pido perdón por no ser el mejor de los padres y te agradezco porque hoy, a pesar de todo lo que pasamos, sos el único que está a mi lado. Te amo.
Al terminar de hablar, al anciano se le agotó eso que estuvo malgastando a lo largo de muchos años: el tiempo. Joaquín permaneció durante unos eternos minutos unido a su inerte padre y deseó fervientemente poder viajar. Pero no nuevamente hacia Grecia para disfrutar del agua cristalina, la arena blanca o el sol radiante, sino hacia el pasado para tener eso que más había anhelado desde que era un niño: tiempo con su padre.
Detalles del cuento
Título: «El padre y el tiempo»
Autor: Martín Bugliavaz
Fecha de publicación: 05 de marzo de 2021

