
«En busca de la redención»
A Hans le habían dicho que la costa española era el lugar ideal para vivir una vida tranquila. Más precisamente, se lo había dicho su madre, que era española de nacimiento y alemana por adopción.
Desde el momento en el que se subió al barco que lo llevaría hacia Barcelona, Hans no pudo evitar pensar en su madre. Pero no sólo por lo que ella le había dicho sobre la tierra que la había visto nacer, sino porque era imposible para él dejar de cavilar acerca de lo que diría su madre si hubiera visto las cosas que su hijo había tenido que hacer en nombre de Alemania, su patria.
Hasta 1938, Hans había estado dispuesto a hacer cualquier cosa por su nación. Fue por ese motivo que unos años antes se había alistado en el Ejército, con la intención de ser parte se la reconstrucción de Alemania tras la derrota sufrida en la Gran Guerra. Sin embargo, primero con la llegada al poder de Adolf Hitler y luego con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Hans se dio cuenta de que se había equivocado: no estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por su país. Al menos no aquellas cosas inhumanas que muchos de sus camaradas hacían con inentendible orgullo y sádico placer.
Todavía resonaban en la mente de Hans el ruido de las metrallas y las granadas cuando su barco ancló en el imponente muelle de madera de Barcelona. Sin embargo, el sonido de las gaviotas, que sonaba extrañamente amplificado, y el húmedo aroma del aire de mar le produjeron una sensación de calma que hacía años no sentía. Más precisamente tres años, desde que la guerra que ahora azotaba a Europa había comenzado.
Barcelona en realidad fue sólo una escala para Hans, que de allí se trasladó hasta Calafell, un pequeño pueblo ubicado en la provincia de Tarragona. Hans no sabía a ciencia cierta qué esperar de Calafell, pero su incertidumbre inicial —que no se comparaba en lo más mínimo con el terror que había sufrido hasta tan sólo unos días atrás— se esfumó cuando rápidamente se encontró adaptado y trabajando como peón en una estancia. De hecho, la adaptación de Hans fue tan rápida que a menos de dos semanas de su llegada a España ya podía decir que era inmensamente feliz, pues se encontraba perdidamente enamorado de Mireia, una joven catalana que conoció mientras frecuentaba los bares del pueblo.
Sin embargo, así como se desvanecieron las dudas iniciales del arribo a España, también se desvaneció la tranquilidad para Hans, que de un momento a otro percibió un cambio en la manera en la que los demás lo miraban. Lo que en un principio eran miradas de asombro y curiosidad por ese alemán alto y rubio que vivía en el pueblo, ahora eran miradas que delataban terror. Unas miradas que Hans conocía muy bien, pues las había visto en muchas personas que sucumbieron ante él.
Hans intuía que esas miradas prejuiciosas tenían que ver con su pasado, pero no hizo nada para corroborarlo. La situación lo incomodaba, pero prefería no hacer preguntas que tensaran más las cosas y que lo llevaran a tener problemas en su trabajo o, peor aún, con Mireia. En definitiva, pensaba Hans, la gente del pueblo no tenía forma de averiguar nada de un pasado que él se había encargado de dejar bien atrás.
Pero Hans se equivocaba, y el primer síntoma de su equivocación se evidenció en su casa cuando Mireia, después de pasar toda una cena en silencio, le dijo:
—Hans, ¿eres nazi?
Hans, que estaba terminando de beber el vino que le quedaba en su copa, se tomó la sorpresiva pregunta con calma. Luego de terminar de beber, apoyó tranquilamente la copa en la mesa, se limpió la boca educadamente con su servilleta y le preguntó a Mireia:
—¿Quién te ha dicho eso?
—Mis padres, que están muy preocupados —respondió nerviosamente Mireia—. Pero no sólo son ellos, Hans. Todos en el pueblo lo están diciendo. —Hizo una pausa, tragó con dificultad y continuó—. ¿Es cierto? Dime la verdad, por favor.
—No, Mireia, no lo soy —dijo Hans, apesadumbrado—. No puedo decirte más que eso porque no quiero que mi pasado afecte nuestro presente y nuestro futuro, pero tienes que creerme. No soy un nazi. No soy una mala persona.
—Pero Hans, se está armando un gran revuelo en el pueblo. Si supieras lo que…
Mireia se vio interrumpida por unos atronadores golpes en la puerta de entrada de la casa. Primero fueron tres, a los cuales luego les siguieron otros tres y más tarde gritos de hombres furiosos que, por lo que pudo ver Hans a través de la ventana, portaban armas.
—No les abras, Hans, escápate —suplicó Mireia, llorando.
—No, amor mío, no tengo nada que ocultar —le dijo Hans a Mireia mientras le acomodaba un mechón de pelo tras una oreja—. Descuida, todo saldrá bien.
Tras besar dulcemente a Mireia, Hans abrió la puerta. Con sus brazos en alto le hizo ver a la turba furiosa que no estaba armado, y acto seguido dijo en voz alta:
—¿Qué es lo que queréis?
—Queremos que nos digas quién eres, alemán —dijo un hombre de barba descuidada que parecía liderar a los demás—. Tenemos derecho a saber si en nuestro tranquilo y decente pueblo vive un asqueroso criminal nazi.
—¿Y qué os hace pensar que soy nazi? ¿Acaso ser alemán me convierte automáticamente en uno de ellos?
—Carlos, el chaval que trabaja en el puerto, nos ha contado que te han visto tirar por la borda tu uniforme de la SS y la maldita cinta roja esa que usáis vosotros. Así que no mientas más y dinos la verdad, alemán, o no saldrás vivo del pueblo.
Hans los contempló con una mirada triste que contenía frustración y resignación en iguales cantidades. Sentía que no tenía por qué dar explicaciones acerca de su vida, pero ver a Mireia a su lado le recordó que su lugar estaba allí, en Calafell, junto a ella. Así que, tras lanzar un largo suspiro, dijo:
—Vecinos de Calafell, no soy uno más de esos nazis que vosotros tanto teméis. No lo fui en ningún momento, no lo soy ni tampoco lo seré, porque he sido un testigo privilegiado de los tantos crímenes por ellos cometidos. Sin embargo, sí tenéis que saber que soy un destacado militar, algo que me ha llevado a participar en una guerra en la cual he asesinado a mucha gente inocente. No lo he hecho ni por convicción ni por ideales, sino por un instinto de supervivencia que me alertó que debía matar para escapar y vivir. —Hizo una pausa, miró a la multitud que lucía silenciosa y boquiabierta, y decidió sumergirse en el medio de todas las personas que lo habían ido a buscar—. No estoy orgulloso de lo que hice, pero tampoco me arrodillaré ante vosotros. Sé que sólo Dios puede perdonarme, porque sólo él conoce el dolor que me desgarra por dentro. Así que aquí me tenéis, desarmado y rodeado. Si me queréis matar o detener os doy ahora la oportunidad de hacerlo, pero si no lo harán os pido que por favor me dejen volver a mi casa para estar con la mujer que amo.
La multitud que rodeaba a Hans permaneció en silencio pero con los ojos fijos en él. Hans temía el linchamiento, pero su decisión de afrontar aquella situación con valentía se mantenía firme y fue por eso que no se resquebrajó ni siquiera cuando el hombre de barba, que no lo había dejado de mirar siquiera un segundo, se le acercó hasta quedar cara a cara. Y cuando en la mente de Hans ya se empezaban a confirmar sus más oscuros temores, el hombre le dijo:
—Puedes quedarte, alemán. Pero tienes que saber que cada uno de nosotros te estará observando, así que ten mucho cuidado con lo que haces.
Hans se mostró firme por fuera y le asintió al hombre, que con un gesto les indicó a los demás que era momento de retirarse. Sin embargo, por dentro Hans sólo pudo sentir alivio al imaginar una vida feliz junto a Mireia, aquella hermosa mujer que, cuando la turba se retiró, corrió hacia él para darle el abrazo más fuerte de su vida. Una hermosa mujer a la cual, dos semanas después de aquel tenso momento, se unió en matrimonio.
Hans jamás volvió a ser el mismo después de una guerra en la cual fue partícipe de las cosas más horribles que un ser humano pueda imaginar. Sin embargo, aquellos traumas que mayormente se manifestaban en sus pesadillas con el paso del tiempo comenzaron a atenuarse a medida que se integraba definitivamente en la vida social de un pueblo que, a pesar de los temores iniciales, terminó acogiéndolo como un vecino más cuando Hans demostró que siempre estaba dispuesto a ayudar a quien lo necesitara. Una especie de redención que le brindó la más absoluta paz espiritual hasta el último de sus días.
Detalles del cuento
Título: «En busca de la redención»
Autor: Martín Bugliavaz
Fecha de publicación: 11 de mayo de 2022

