«Final anticipado»
Nuevamente era lunes. Era muy temprano por la mañana y el retorno a la rutina a Giovanni le estaba requiriendo mucha más energía de lo que el primer día de la semana le solía demandar a una persona que detestaba volver a todas esas tareas que debía realizar por obligación.
Sin embargo, esa energía extra que Giovanni estaba necesitando se debía a otro problema que lo estaba acuciando intensamente: la enfermedad de su padre. Lo cierto era que él no quería decirle nada a nadie para no complicar más la situación, pero la endeble salud de su progenitor le estaba generando un estrés que dificultaba su vida a niveles exponenciales. No lo quería admitir, pero tenía mucho miedo de perderlo para siempre.
De todas formas, y a pesar de su silencio, la esposa de Giovanni, Juana, sabía que él estaba sufriendo en demasía por dentro. Para paliar ese pesar, ella lo besaba, lo abrazaba y le proponía un plan tras otro, pero nada era suficiente para aplacar la preocupación que carcomía a su marido. Él hacía sus esfuerzos más grandes por mostrarse agradecido y contento ante su voluntariosa mujer, pero Juana lo conocía bien y sabía que su ánimo no sólo no mejoraba, sino que empeoraba día a día. Y, justamente por eso, un día tomó una decisión: visitar a una tarotista de confianza.
Cuando se enteró de los planes de su señora, a Giovanni no le gustó para nada la idea pues no quería bajo ninguna circunstancia ir a ver a una “bruja”. Ese era el término que él empleaba medio en broma y medio en serio para describir a esa mujer, aunque sabía que referirse a ella como tarotista o parapsicóloga habría sido más adecuado. No obstante, no podía evitarlo: esas cosas no le gustaban.
Giovanni no era de esos escépticos que no confiaban en lo absoluto en lo que hacía ese tipo de personas. Todo lo contrario, creía totalmente en esas cosas porque conocía sobrados ejemplos de que ese tipo de predicciones, muchas veces, luego se tornaban en hechos reales. Sin embargo, lo que no le gustaba era justamente eso: la idea de saber lo que acontecería en un futuro. Porque, en este caso, ¿qué ocurriría si la bruja le decía que su padre iba a morir? ¿Qué ganaría con eso, un estrés anticipado? ¿Y si le decía que iba a sobrevivir y luego no terminaba siendo así? ¿Acaso el impacto de aquella pérdida no sería aún peor?
Pese a todo eso, Giovanni aceptó la propuesta de su mujer y ese mismo lunes a las seis de la tarde ambos estaban tocando el timbre en la casa de la tarotista, quien les abrió luego de unos cinco minutos que a Giovanni le costó muchísimo tolerar. Estaba impaciente y, a pesar de que recién estaban entrando, él ya deseaba estar saliendo.
La casa de la adivina era intimidante y acogedora por igual. Las luces eran tenues y, junto a los sahumerios, le daban al lugar un aire relajante; sin embargo, en contraposición, algunos objetos que se encontraban repartidos en distintas repisas ―como patas de gallos y calaveras de colores― le provocaban a Giovanni escalofríos. Más allá de eso, él siguió las indicaciones de la dueña de casa, se sentó junto a su esposa en unos almohadones dorados que estaban sobre el piso y se dispuso a escuchar lo que las dos mujeres tenían para decir.
―Decime, querida Juana, ¿qué es lo que te preocupa y qué es lo que querés saber? ―preguntó la tarotista desde el otro lado de una pequeña mesa que la separaba de sus huéspedes.
―Estamos preocupados por Rómulo, el papá de Giovanni ―respondió rápidamente Juana―. Tiene cáncer y no lo vemos bien, nos parece que esa enfermedad horrible le está ganando la partida. Queremos saber cómo seguirá todo, Esther. Nos haría muy bien para intentar quedarnos más tranquilos.
―No se angustien antes de tiempo, queridos míos ―consoló Esther a sus visitantes―. Vamos a ver qué nos dicen las cartas al respecto, ellas siempre tienen una respuesta.
La tarotista sacó sus naipes de una bolsita roja que tenía dentro de uno de los bolsillos de la túnica del mismo color, las mezcló y las puso sobre la mesa apiladas en un mazo. Luego, tras lanzar un suspiro de concentración, empezó a dar vuelta una tras otra hasta que sobre la mesa hubo siete cartas con la cara a la vista. Algunas estaban del derecho y otras del revés, pero eso parecía no importarle a la adivina, que las analizó profundamente durante unos quince minutos hasta que finalmente, mirando a Giovanni, anunció:
―Tu papá estará bien, querido. No te preocupes porque, a pesar de que le demandará sus buenos esfuerzos, saldrá adelante. Las cartas me revelan que es una persona de voluntad sólida como las rocas.
Juana dejó escapar un largo suspiro y acarició cariñosamente una de las manos de Giovanni, que también se sintió aliviado por lo que acababa de escuchar. No sabía si sería cierto, por supuesto, pero en esos momentos necesitaba aferrarse a cualquier cosa. Luego, si todo resultaba de otra manera, ya habría tiempo de preocuparse.
―Esther, ahora que ya nos quedamos un poco más tranquilos con respecto a eso, que era lo principal, ¿puedo aprovechar para preguntarte otras cosas? ―consultó Juana.
―Claro, querida, lo que gustes ―respondió amablemente la tarotista.
―Bueno, en realidad no es nada puntual, pero quería saber si estaremos todos bien. Con todo esto de Rómulo, a una le entran los miedos y quería saber simplemente si tendremos salud. Con eso ya me conformo.
―Vamos a ver…
Tras decir eso, la adivina repitió el mismo proceso de antes: mezcló las cartas, las dispuso sobre la mesa, dio vuelta siete de ellas y se tomó su buen tiempo para analizarlas. Cuando obtuvo sus conclusiones, comenzó a responder qué sería de la vida de cada una de las personas que Juana le iba consultando. Con todos ellos los presagios eran positivos, pero, cuando llegó el turno de Giovanni, el semblante de la profesional cambió.
―Perdón, querida, pero a Giovanni no lo veo. No lo tengo claro.
―¿Cómo que no lo ves? ―preguntó Juana, preocupada―. ¿Es normal eso? ¿O significa algo?
―Sí, querida, no te preocupes. Nadie es infalible y yo no soy la excepción. A veces veo las cosas claras, otras no tanto y en algunas ocasiones me cuesta ver. Pero no te aflijas que todo marchará bien.
Giovanni, al igual que en el resto de la sesión, no dijo nada. Sin embargo, percibió en la mirada de la tarotista que algo no andaba bien. Evidentemente algo había visto aquella mujer, pero no decía nada para no preocupar a Juana, que era una persona a quien estimaba.
Cuando se despidieron de la tarotista, Juana estaba mucho más aliviada. Y Giovanni también, porque había elegido creer que su padre mejoraría. Pero su sentido común le señalaba que, si aceptaba creer en ese criterio para lo bueno, también debía hacerlo para lo malo. Y por eso decidió empezar por lo primero que se le vino a la mente, que era, a su vez, lo más básico: hacerse unos estudios.
Sin perder el tiempo, al día siguiente de ver a la adivina Giovanni fue al médico, solicitó estudios de rutina y rápidamente se los hizo. Una semana más tarde, cuando los resultados estuvieron listos, recibió una llamada de su médico, que le solicitó que fuera a verlo lo más pronto posible y sin sacar turno. No sabía si era una cuestión psicológica, pero Giovanni, ante tanta prisa del doctor, no pudo evitar sentirse aún más preocupado. “Si me quiere ver tan rápido, tal vez algo ocurra”, pensó en aquel momento tras finalizar la llamada.
Un día después de aquel aviso, Giovanni fue al hospital a primera hora. Una vez allí, su médico lo hizo sentarse y, sin mucha ceremonia, le dijo:
―Mirá, Giovanni, lo que tengo que decirte es algo que no le gusta a ningún profesional, pero también es parte de mi trabajo. ―Hizo un silencio, le tendió los estudios y continuó―. A través de estos análisis hemos descubierto que tenés en un pulmón un tumor maligno que, lamentablemente, ya ha hecho metástasis. Entiendo que por lo de tu papá ya conocés del tema y sabés de la gravedad de la situación, por lo que tendremos que comenzar con la quimioterapia lo más pronto posible.
La sensación que experimentó Giovanni en esos instantes era la misma que sentía cada vez que, filosofando, pensaba en que algún día se iba a morir. Se trataba de un dolor de estómago tan potente que lo hacía sentir escalofríos desde el cuero cabelludo hasta las puntas de los pies, y que, en esta ocasión, además incluyó un fuerte mareo que, de no haber estado sentado, le habría hecho perder el equilibrio. Las veces anteriores que había vivido ese malestar lo había paliado pensando en que faltaba mucho para que llegara el fin, pero sabía bastante de tumores en general y de los malignos en particular como para entender que ahora no había escapatoria. En poco tiempo, más temprano o más tarde, dejaría de existir.
―¿Cuánto me queda? ―preguntó Giovanni sin rodeos―. No tenga miedo de ser directo, doctor. Prefiero la verdad, por más dura que sea, para poder organizar mi vida.
―Bueno, siempre dependerá de las sesiones de quimioterapia y de la voluntad que vos le pongas, Giovanni. Pero calculo que no más de un año. Lo siento mucho.
Si lo que sintió antes había sido sobrecogedor, esas últimas palabras terminaron de desmoronarlo. Giovanni era muy consciente de que en estas enfermedades la fuerza de voluntad era determinante para salir adelante, pero en su caso ya no había nada más que hacer. ¿Cómo podía ser positivo si sabía que se iba a morir en menos de un año? ¿Cómo seguir adelante con el trabajo y la rutina sabiendo que todo se iba a acabar? ¿Cómo le diría eso a su esposa y al resto de su familia? Y, en particular, ¿cómo se lo diría a su padre, que todavía estaba luchando con esa enfermedad del demonio pero con posibilidades de sobrevivir?
No recordaba bien ni cómo había salido del hospital ni si se había despedido del médico. Cuando recobró un poco de lucidez tras estar en ese estado de trance absoluto, Giovanni se encontraba sentado en un banco del parque más próximo a su casa, que, a su vez, estaba a kilómetros del nosocomio. Había caminado todo ese tramo sin pensar en otra cosa que no fuese su muerte, y la realidad era que no había llegado a ninguna conclusión trascendental. No sabía qué hacer.
Giovanni permaneció en aquel banco durante horas y horas mientras su teléfono se llenaba de notificaciones de mensajes y llamadas perdidas de sus familiares, amigos y compañeros de trabajo. Todos estaban preocupados por la falta de noticias de él, que, a medianoche, y en otro ínfimo rapto de lucidez, decidió volver a su casa.
Apenas entró, Juana corrió a su encuentro y lo abrazó. Tenía los ojos bañados en lágrimas y, angustiada, mientras le acariciaba el rostro le preguntó:
―¿Dónde estabas? Estábamos todos preocupados, no teníamos noticias tuyas y no sabíamos…
―Sentate, mi amor, por favor ―la interrumpió Giovanni―. Tenemos que hablar.
Juana, sorprendida por la brusquedad de su marido, dejó de llorar y obedeció. Una vez que ambos estuvieron sentados juntos en el sofá, Giovanni dijo:
―Le estuve dando muchas vueltas al asunto y no sé cuál es la mejor manera de decirlo para que no te haga tan mal, así que intentaré ser lo más suave posible. ―Hizo silencio por unos segundos, sujetó las manos de su esposa y continuó―. El otro día me quedé preocupado por algo que dijo Esther, así que decidí hacerme unos estudios de rutina para ver si estaba todo bien. Hoy finalmente me dieron los resultados y la verdad es que no estoy bien, Juana: tengo cáncer. Con metástasis.
Juana inmediatamente rompió en llanto de nuevo. Se soltó de las manos de Giovanni, se incorporó súbitamente y, sin parar de llorar, dijo:
―No, Gio, no me digas eso. No puede ser. No quiero que te pase nada, no puedo estar sin vos. ¿Qué voy a hacer sola?
―Yo tampoco quiero que me pase nada, mi vida ―dijo Juan mientras se paraba para ir a abrazar a su mujer―. Todavía no caigo a la realidad y tengo una angustia por dentro que no te podría describir ni con un millón de palabras. Sé que seguramente esta mierda será por la mala sangre que me hice por la salud de mi papá, pero la verdad es que no importa el porqué. Lo que importa es que no me queda mucho tiempo, Juana.
―No, mi amor, no me digas eso. No me dejes sola…
―No lo haré, hermosa de mi vida. Estuve en estado de trance todo el día pensando y pensando en el futuro y, aunque todavía hay cosas que no tengo en claro, sí sé que hay algo que me gustaría que cumplamos antes de que me vaya.
―¿Qué? ―preguntó Juana entre sollozos.
―Que seamos papás. Que tengamos un hijo que esté siempre a tu lado.
Tras pronunciar esas palabras, Giovanni sintió cómo su mujer lo apretaba con todas sus fuerzas. Era una señal de tristeza, pero también de amor y aceptación. Una aceptación que se consumó con el beso bañado en lágrimas que Juana le dio en sus labios unos segundos después, y que terminó por conducirlos al dormitorio, en donde hicieron el amor hasta que sus escasas fuerzas no les permitieron continuar. No sabían si sería la última vez que lo harían, al igual que tampoco sabían muchísimas otras cosas en ese momento. Pero lo que sí sabían era que aquella vez, triste y con sabor a despedida, podía llegar a marcar un antes y un después en su futuro a través de la concepción de una vida que llegaría a cambio de otra.
Los días pasaron y, a pesar de unos picos de tristeza absolutamente imposibles de gestionar, tanto Giovanni como Juana comenzaron a aceptar la realidad. Y, una vez aceptada, lo que quedaba era organizar todo de la mejor manera posible para cuando Giovanni ya no estuviese más. Una organización que incluía, entre tantas otras cosas, comunicar la noticia al resto de la familia.
A pesar de sus miedos, Giovanni decidió comenzar por el eslabón más difícil: su padre. No quería darle más vueltas al asunto ni mucho menos que se enterase de casualidad al escuchar alguna conversación fortuita. Por eso, cuando unas semanas después de recibir la noticia de su enfermedad se sintió lo suficientemente fuerte para hacerlo, Giovanni finalmente fue a visitarlo a su casa.
El viejo estaba en el patio recogiendo los limones que se habían desprendido de su querido limonero, un árbol que cuidaba con extrema dedicación. Al ver a su hijo, Rómulo fue a su encuentro, lo abrazó y lo invitó a sentarse en una de las viejas sillas de hierro que se encontraban justamente al lado del limonero. Tras ir y volver con unos vasos de limonada fresca, el viejo le dijo a su hijo:
―Qué sorpresa verte por acá, hijo. ¿Le avisaste a mamá que venías? No me dijo nada.
―No, pa, mamá no sabe nada ―respondió Giovanni mientras esbozaba una escueta sonrisa―. Le dije a Juana que se fuera con ella a algún lado para que estemos nosotros dos solos porque quiero hablar con vos.
―¿Qué pasó? ―preguntó rápidamente Rómulo, cuya experiencia le decía que algo malo ocurría―. ¿Algo con mi salud? ¿Les dijo algo el médico a ustedes y a mí no?
―No, pa, no es sobre tu salud. Es sobre la mía.
El viejo no dijo nada, pero lo entendió todo inmediatamente. Giovanni no supo si era por todo lo que su padre había vivido o simplemente porque el hecho de tener hijos le hacía poseer un potente sentido adicional, pero en su mirada pudo descubrir que el hombre sabía exactamente lo que él tenía para contarle.
―No me queda mucho tiempo, viejo. Tengo la misma mierda que vos, pero la juventud de mis células aceleró todo el proceso ―continuó Giovanni―. Sin contar a Juana, sos el primero que lo sabe. Y es por un motivo muy importante: necesito que no te hagas mala sangre.
―¿Cómo no me voy a hacer mala sangre, Gio? ―dijo Rómulo con los ojos llorosos―. Mi muerte estaba dispuesto a aceptarla, ¿pero cómo un padre puede aceptar la muerte de un hijo?
―No lo sé, pa, te juro que no lo sé porque no soy padre. Pero lo seré.
El viejo, que estaba haciendo unos esfuerzos inconmensurables para contener las lágrimas, no puedo evitar que un par de ellas se derramaran sobre sus mejillas.
―Se va a llamar Antonio, como el abuelo ―retomó Giovanni―. No sé si llegaré a verlo nacer, pero, incluso aunque así sea, sé que no podré estar ahí para él durante el resto de su vida. Por eso te pido un favor, pa: sé fuerte por él. Sé que es difícil pedirte que controles algo que sentís, pero te pido con toda mi alma que no te estreses al punto de que la enfermedad te dé vuelta una lucha que estás ganando. Tomalo como mi última voluntad.
Rómulo, que a esa altura ya no intentaba contener el llanto, abrazó a su hijo y besó una de sus mejillas. Así permanecieron durante unos largos minutos, hasta que el viejo se separó de Giovanni y le dijo:
―Te lo prometo, hijo. Lo voy a cuidar como te cuidé a vos toda la vida. Te amo.
―Y yo a vos, pa. Muchísimo.
Ese abrazo con su padre significó una poderosa recarga de energía para Giovanni, que, a pesar de saber cómo terminaría todo, puso toda su voluntad a la hora de llevar a cabo los tratamientos. Era consciente de que la guerra contra ese enemigo llamado cáncer estaba perdida, pero estaba dispuesto a gastar todas sus municiones con el objetivo de obligarlo a permanecer en la trinchera la mayor cantidad de tiempo posible.
Y así fue como, contra todo pronóstico, Giovanni pudo llegar a ver nacer a su hijo Antonio. Y no sólo eso, sino que, a lo largo de los seis meses posteriores a su nacimiento, pudo disfrutar de verlo crecer junto a toda su familia y, especialmente, junto a su padre Rómulo.
Sin embargo, y tal como todos sabían, la enfermedad en esta ocasión llevaba las cartas ganadoras. Y, un buen día, decidió terminar el juego poniéndolas sobre la mesa para así, junto a su buena amiga la muerte, reclamar su botín: la vida de Giovanni.
Gio, como lo llamaban sus seres queridos, dijo adiós antes de su cuadragésima vuelta al sol. Dejó una esposa, un hijo y muchos bellos recuerdos en la mente de todos aquellos a quienes amó de verdad, pero sobre todas las cosas dejó un importante mensaje: que la vida, a pesar de sus idas y vueltas más o menos felices, hay que vivirla plenamente. Porque, aunque parezca imposible, siempre podemos toparnos a la vuelta de la esquina con un final anticipado.
Detalles del cuento
Título: «Final anticipado»
Autor: Martín Bugliavaz
Fecha de publicación: 2 de julio de 2023