
«La despedida»
Imaginate que, en determinado momento, te enterás de que te vas a morir. E imaginate también que, en ese hipotético escenario, tenés la posibilidad de despedirte de una sola persona antes de que tu vida llegue a su fin. Parece una decisión más que difícil, pero para un joven llamado Matías no hubo necesidad de meditarlo demasiado: cuando se encontró en esa situación cúlmine, no dudó ni un segundo en elegir a su papá, Alfonso.
Lo paradójico del caso es que la relación que Matías tenía con su padre era, tal vez, de las más conflictivas que había tenido con un ser humano a lo largo de sus treinta y cinco años. Los motivos eran varios, pero la base de todos ellos era que su progenitor siempre lo menospreciaba. Matías podía ser el mejor en su profesión, podía ganar un premio Nobel o incluso podía ser recibido por el presidente de la nación en la casa de gobierno, pero para su padre él siempre sería un inútil que todavía tenía mucho que aprender. No era personal, pues Alfonso procedía de la misma manera con todos. Pero, como dice el conocido refrán, el mal de muchos es el consuelo de los tontos. Y, por eso, el trato de su padre a Matías le dolía igual.
“Te quiero mirar con buenos ojos, pero me la hacés muy difícil”. Esa frase había salido hacía ya mucho tiempo de la boca de Alfonso, pero Matías, que había sido el receptor de aquellas palabras cargadas de reprobación y desprecio, siempre las recordaba como si las hubiese oído tan sólo unos minutos atrás. En los más de veinte años que habían transcurrido desde aquel entonces, mucha agua había pasado por debajo del puente: Matías creció, se formó, se emancipó y emigró, entre tantas otras cosas. Sin embargo, a pesar de encontrarse viviendo en Nápoles y muy lejos de su Montevideo natal, la verdad era que él nunca se olvidaba ni de esa frase en particular ni de su padre en general.
Y fue justamente en Nápoles, la capital de la italiana región de Campania, donde todos los elementos descritos anteriormente confluyen para contar lo principal de esta historia, que trata el principio del fin de Matías. Porque allí, en el sur de Italia, este joven uruguayo fue sentenciado a muerte por hacer gala de lo que él consideraba el legado más importante de su papá: sus valores morales.
Ocurrió que, allí en Nápoles, y tras años de una soledad que buscó y disfrutó, Matías se enamoró de una chica que él consideraba la más linda de la ciudad, del país y del mundo entero. Se llamaba Giulia y era napolitana hasta la médula, pero lo que más la caracterizaba era, en partes iguales, su belleza y su bondad. Matías, que era chef, la había conocido un fin de semana durante el cual, en su tiempo libre, decidió ir a cocinar en un evento benéfico para la gente sin hogar. Y lo cierto era que, a pesar de ser un excelente profesional, aquellos días Matías tuvo que dar todo de sí para hacer bien su trabajo, pues no pudo parar de mirarla a ella: su pelo largo y castaño lo cautivaba, sus labios rosados y delicados lo seducían, y sus ojos redondos y marrones directamente lo hechizaban.
Tras un primer acercamiento que Matías se esmeró en elaborar, todo marchó sobre rieles en su relación con Giulia. Salidas, viajes, risas, besos, caricias y un amor tan intenso y sincero que los llevó primero a ponerse de novios y más tarde a comprometerse. Sin embargo, y aunque suene extraño, para Matías ese compromiso significaría más sufrimiento que felicidad.
¿Cómo podía un acontecimiento de esa índole, que debía implicar pura alegría, transformarse en algo conflictivo? En el caso de Matías, el problema radicaba en la familia de Giulia, con su padre Giancarlo a la cabeza. Su futuro suegro siempre se había mostrado muy protector tanto de Giulia como de sus hermanas menores, pero sin que eso implicase malas actitudes para con él. Todo lo contrario, pues desde un primer momento Giancarlo lo había recibido en su casa casi como si fuese un hijo más debido al sinfín de cosas que tenían en común: el fútbol en general y Maradona en particular, la pasión por la gastronomía e incluso el amor por Italia, pues el abuelo de Matías, que había emigrado de adolescente hacia Uruguay, había nacido y se había criado en Benevento, ciudad que también formaba parte de la región de Campania.
Justamente por toda esa confianza que se había generado entre Matías y la familia de Giulia, cuando el compromiso se hizo una realidad, Giarcarlo le ofreció a Matías quedar como el chef jefe del nuevo restaurante que la familia pensaba abrir a la brevedad en el centro de Nápoles. Un ofrecimiento que Matías no sólo aceptó, sino que recibió con un orgullo indescriptible. ¿Qué mejor que trabajar con la que ahora era su nueva familia? ¿Acaso había algo más lindo que recibir tamaña muestra de confianza por parte de un suegro?
Con semejante entusiasmo, todo había empezado bien. Matías tuvo plena libertad para tomar decisiones en el restaurante, de modo que su punto de vista fue importante a la hora de ambientar el local y crear la carta, y, por ende, la cosa marchaba de la mejor manera posible para él: el restaurante fue un éxito desde el inicio, la gente hablaba bien del novedoso negocio y él se sentía parte de esa bonanza. Además, como si fuera poco, todo eso ayudaba a consolidar esa unión familiar que en escasas semanas se concretaría con su matrimonio con Giulia.
Pero, como todos sabemos, muchas veces lo real está lejos de lo ideal. Y con el paso del tiempo, Matías empezó a notar situaciones raras en el restaurante. A veces no sabía si debido al apuro del trabajo su mente lo engañaba, pero le parecía ver que muchos clientes no se sentían a gusto cuando estaban cerca de los familiares de Giulia o incluso de amigos de la familia. Y, dicho sea de paso, a él mismo tampoco le gustaban esos amigos, a los cuales había visto en muchas reuniones familiares y en varias ocasiones también en los Quartieri Spagnoli bajo unas nefastas circunstancias que iban desde la violencia hasta la venta de droga.
Con las cosas que veía en el restaurante, por la mente de Matías comenzó a formarse una idea que no quería aceptar: la familia de Giulia tenía que estar relacionada con la famosa y temida Camorra. Era una idea terrible y aterrorizante, por lo que se negaba fervientemente a aceptarla. ¿Era posible que él, que había sido criado en un ambiente sano y honesto, estuviese implicado indirectamente en algo así? ¿Y si el día de mañana surgía alguna discrepancia a nivel laboral con respecto al restaurante? O, incluso yendo más allá, ¿qué ocurriría si, por esas cosas de la vida, su relación con Giulia no prosperaba?
Esos pensamientos comenzaron a hacerse cada vez más fuertes en la cabeza de Matías, quien, a pesar de querer alejarlos, cada vez les daba más entidad debido a las cosas extrañas que seguía percibiendo. La duda lo estaba carcomiendo y necesitaba saber qué era realmente lo que ocurría, por lo que un día que entró en el restaurante Nino, un cliente con el cual tenía una relación de amistad, decidió tomar cartas en el asunto. Fue hacia la heladera, sirvió en un plato una generosa porción de tiramisú y, tomándolo como excusa, fue a sentarse a la mesa de Nino.
―¡Invitación de la casa, amigo mío! ―le dijo Matías a Nino en voz alta para que escucharan los que estaban alrededor y no sospecharan nada―. Espero que lo disfrutes, Nino querido.
―¡Muchísimas gracias, Tute! ―respondió tímida pero sinceramente Nino―. No era necesario, pero muchísimas gracias, en serio.
―No me agradezcas, amigo, lo hago de corazón ―dijo Matías, que se sentó frente a Nino y, tras tomar coraje, se decidió a abordar el tema que tanto lo preocupaba―. Pero necesito aprovechar la situación para preguntarte algo importante, Nino. Y te pido que seas totalmente sincero, porque es algo vital.
―Por supuesto, Tute, para lo que necesites. Pero no me asustes.
―Es imposible no asustarte, Nino, porque yo mismo estoy asustado. Tiene que ver con Giulia y su familia, los De Luca. Últimamente estuve notando algunos hechos extraños que me han llevado a pensar cosas que no quiero pensar, pero que cada vez las veo más cerca de ser reales. Entonces, Nino, mi pregunta es la siguiente: ¿pasa lo que creo que está pasando? No puedo ser muy específico justamente por la naturaleza del problema, pero ¿entendés a qué me refiero?
Nino, que al recibir el tiramisú tenía una sonrisa de oreja a oreja, de repente se mostraba serio y totalmente pálido. Eso en sí ya era una confirmación para Matías, pero igualmente necesitaba escucharlo de la boca de un amigo que, en ese instante, parecía un fantasma.
―Nino, necesito saber en la que metí ―insistió Matías―. Por favor.
―Sí, Tute, es lo que vos creés ―respondió tímidamente Nino―. Te voy a contestar con una sonrisa mientras sigo comiendo, para disimular, pero por favor te pido que sea la primera y última vez que hablamos del tema.
―Prometido.
―Bien ―continuó Nino―, la cosa es la siguiente: esta gente controla todo lo que pasa en gran parte de Nápoles. Droga, prostitución y todo negocio turbio e ilegal que te puedas imaginar. Tienen fachadas ―como este restaurante en el que estamos comiendo ahora, por ejemplo―, pero la realidad es que todo napolitano los conoce bien y sabe cuál es su verdadera cara. Y están en connivencia con el Estado, por lo que su poder es indiscutible. Esa es la cruel realidad, Tute.
―La puta madre, Nino, estoy hasta los huevos entonces ―dijo Matías, preocupado―. Si llego a tener alguna diferencia con ellos, andá a saber lo que me puede pasar. Es una locura, no lo puedo creer.
―Es una locura, sí, pero es real, Tute. Y como bien sabrás, el trabajo no escasea mucho en el sur de Italia, por lo que mucha gente se ve en la obligación de recurrir a ellos para pedirles dinero. Yo mismo estoy metido en esa, debo confesártelo. Todavía les debo una suma considerable de dinero y tanto yo como mi esposa y mis hijos estamos en riesgo, pero ahora que tengo trabajo ya estoy pudiendo devolvérselo desde hace rato. Es una mierda, Tute, te tienen controlado y no hay nada que puedas hacer. No sólo te amenazan a vos, sino también a toda tu familia. No tienen ni escrúpulos ni piedad.
―No puedo creer lo que me contás, Nino. Ya me lo imaginaba, pero confirmarlo igualmente me destruye. Tengo el alma por el suelo.
―Lo sé, Tute, te entiendo. Y la verdad es que no sé qué decirte para aliviar ese tormento, pero de corazón espero que puedas encontrar la forma de salir de este infierno.
Aquel día, Matías continuó con su vida de forma automática. Su cuerpo trabajaba mecánicamente debido a la rutina a la que estaba acostumbrado, pues lo cierto era que su mente, que estaba ocupada en otras cosas, no le enviaba ninguna señal. Sus cavilaciones eran más fuertes que él, y todas ellas confluían en una sola pregunta: ¿qué tenía que hacer? No obstante, y por más que lo pensara un millón de veces, nunca podía llegar a una respuesta. Porque su mente le decía que tenía que irse de ahí cuanto antes, pero su corazón le decía que tenía que permanecer debido al amor que sentía por Giulia.
Justamente una de las cosas que más le costaba afrontar a Matías era el hecho de hablar del tema con su prometida. Por supuesto que Giulia tenía que saber todo lo que ocurría en el seno de su familia, pero él no estaba seguro de si ella estaba a gusto o no con aquella situación. Era por eso que necesitaba hablarlo con ella para saber qué sentía y, dependiendo de su respuesta, plantearle la idea de irse juntos bien lejos de toda esa mafia que los rodeaba. Sin embargo, nunca llegaría a tener la oportunidad de hacerlo.
Porque por esos giros impensados que tiene la vida, la misma noche en la cual Matías iba a hablar del asunto con Giulia ocurrió ese hecho trascendental que define esta historia. Era un miércoles anodino y al restaurante no había asistido casi nadie, al punto tal que a la noche sólo quedaban algunos amigos de la familia De Luca. Por eso, al final del día, Matías no veía la hora de irse para poder conversar con Giulia acerca de todas esas cosas que tanto lo atormentaban. Y ya casi estaba a punto de irse y lograrlo, pero cuando salía del restaurante y se disponía a sacar la basura, desde una de las calles laterales del local escuchó gemidos y ruidos de golpes. Apurado por un presentimiento horrible que tenía, Matías dejó la bolsa de basura en el piso, corrió hacia el punto desde el cual provenían los gritos y allí confirmó esa alarma que había empezado a sonar en su interior: la gente de Giancarlo le estaba propinando una paliza a alguien, y ese alguien era nada más y nada menos que su amigo Nino.
Sin pensarlo dos veces, Matías se metió en el medio de la lucha para proteger a Nino. A pesar de estar en desventaja numérica ―los matones eran tres―, la corpulencia y la resolución de pelear de Matías lo ayudaron no sólo a cubrir a su amigo, sino también a dejar bien magullados los rostros de sus contrincantes. De todas formas, Matías sabía que tenía las de perder, pues estaba seguro de que detrás de los golpes de puño y las patadas, aquellos malvivientes tendrían, como mínimo, armas blancas. Y no estaba errado, pues luego de tomarse un descanso y arrinconarlo tanto a él como a Nino, uno de ellos sacó una navaja del interior de su chaqueta. Matías, angustiado pero decidido a llegar hasta el final, ya esperaba lo peor. Sin embargo, cuando el matón de la navaja se movió para acercarse, uno de los otros le dijo:
―Pará, es el yerno de Giancarlo. No lo podemos matar.
―¿Cómo que no? El hijo de puta interfirió en el negocio, Giancarlo lo va a entender perfectamente. Dejame liquidarlo a él y al otro.
―No, Davide, podemos tener problemas nosotros si lo matamos sin que Giancarlo sepa nada. Dejémoslos ir esta vez, total no tienen escapatoria.
El criminal de la navaja guardó su arma nuevamente en el bolsillo y, tras escupir en el piso y mirar desafiantemente a Matías, se aprestó a seguir a sus compañeros, que ya se estaban subiendo al auto para alejarse del lugar. Matías, por su parte, a pesar de estar en estado de shock ayudó a Nino a levantarse del piso y le preguntó:
―¿Estás bien?
―Sí, Tute, gracias ―respondió Nino con dificultad―. Pero no era necesario que me ayudaras, amigo. Yo ya estaba condenado, pero vos tenías escapatoria todavía.
―¿Por qué estás condenado? El otro día me dijiste que les estabas pagando, ¿qué pasó que ahora te estaban apretando?
―Perdí el trabajo de nuevo, Tute. Por eso otra vez me atrasé con los pagos, los intereses también suman y a ellos no les gusta ni un poco esperar.
―¿Y entonces? ¿Qué vas a hacer?
―No hay nada por hacer, Matías. Me van a matar. Y espero equivocarme, pero me parece que tu destino no va a ser muy distinto del mío. Lo siento mucho, amigo, pero te agradezco nuevamente por ayudarme. Tenés unos valores morales envidiables, tus padres tienen que estar muy orgullosos de vos.
Luego de ver alejarse a Nino por las calles de los Quartieri Spagnoli, Matías decidió que no podía estirar más su situación. Tenía la esperanza de que su vida fuese perdonada, pero incluso aunque no fuese así, tenía que saberlo inmediatamente. Por eso, sin perder el tiempo, se encaminó hacia la casa de Giancarlo.
En pocos minutos estuvo allí, y la escena que se encontró en el comedor de la casa no pudo ser más novelesca: Giancarlo estaba en la cabecera de la mesa pelando una manzana y metiendo los trozos en una copa llena de vino blanco; los tres matones con los cuales se había enfrentado estaban parados detrás de Giancarlo; y, al lado de su suegro y llorando a lágrima viva, se encontraba Giulia.
Apenas se dio cuenta de la presencia de Matías en el lugar, Giulia se levantó de la mesa y fue corriendo hacia él. Uno de los matones amagó con detenerla, pero desistió cuando vio que Giancarlo le indicaba con una de sus manos que se quedara en su lugar. En el ambiente se respiraba un aire de tensión inigualable, pero ni eso frenó a Giulia y a Matías para abrazarse con todas sus fuerzas. Aquella tamaña muestra de afecto por parte de Giulia le demostraba a Matías el amor que ella sentía por él, pero también era síntoma de algo más: las cosas no iban para nada bien.
―Sentate, Matías ―ordenó Giancarlo―. Haceme el favor.
Matías obedeció y se sentó en la silla más próxima al padre de su novia. Ella no se sentó cerca de Giancarlo, sino que lo hizo en la silla que estaba al lado de Matías, y desde allí le pidió clemencia a su progenitor. Sin embargo, tras cinco minutos de un silencio sepulcral de su parte, Giancarlo dijo:
―Basta, Giulia, no te metas en los asuntos de la familia.
―Pero son mis asuntos también, papá. Yo también soy de la familia y, por ende, los temas relativos a ella me competen. Y mucho más si mi futuro marido está en el medio.
Giancarlo no dijo nada. Miró fijamente a Giulia, terminó de pelar la manzana y luego, una vez que terminó de comérsela, se limpió la boca y dijo:
―Miren, chicos, yo los quiero mucho a ambos. A vos, Giulia, porque sos mi hija, naturalmente; y a vos, Matías, porque me has demostrado que amás a mi hija y que sos una buena persona. Siempre me han parecido admirables tus valores morales, más allá de que sabía que algún día podrían generarnos problemas. No obstante, los acepté y dejé fluir la relación porque veía a Giulia feliz. Pero ese día llegó, Matías, y lo que hiciste hoy no puede volver a ocurrir.
―Ya lo sé, Giancarlo ―respondió solemnemente Matías―. Y no le voy a rogar nada ni a usted ni a nadie, porque lo que hice es lo correcto. Intenté proteger a un hombre bueno y trabajador, que hace lo que puede para mantener a su familia. Así que haga lo que tenga que hacer, pero hágalo de una buena vez, por favor. No le demos más vueltas al asunto, porque ya todos sabemos qué es lo que me va a pasar.
―Sí, Matías, todos lo sabemos. Y creeme que no es lo que quiero, porque, como te acabo de decir, sos un buen chico. Pero no puedo dejártela pasar, porque eso implicaría mostrar debilidad hacia adentro y hacia afuera. Lamentablemente, te tengo que matar.
―Hágalo, entonces. No espere más.
―No, ahora no ―dijo tranquilamente Giancarlo mientras se servía más vino―. Como sé que sos un hombre de palabra y con valores morales férreos, te voy a dar la posibilidad de que te despidas de tu gente. Podrás viajar a Uruguay o a donde quieras para hacerlo, pero irás acompañado y sólo podrás elegir a una persona. Tenés lo que queda del día para pensarlo porque, de ser posible, viajarás mañana mismo. Y ahora despedite también de Giulia, por favor, porque no podrás volver a verla.
Al escuchar esas palabras, el llanto de Giulia se intensificó exponencialmente. Matías, lógicamente, ya se encontraba angustiado por su cruel futuro, pero oír a su prometida llorando aún más fuerte hizo que se le pusiera la piel de gallina. Así, y abrazado a ella, permaneció durante unos minutos que le parecieron una eternidad. Hasta que, tras tomar coraje, separó a Giulia de sus brazos, le acarició las mejillas y, tras intentar secar unas lágrimas que no paraban de caer, le dijo:
―Me tengo que ir, amor.
―No, no te vayas, por favor. Quedate, no te vayas.
―Ya sabés cómo son las cosas, bonita. Vos lo sabés mejor que nadie. Aunque me duela, me tengo que ir.
―Perdón, mi amor, te tendría que haber dicho desde un principio la verdad. Si yo te hubiera dicho, nada de esto estaría pasando. Vos estarías a salvo, y…
―No te preocupes, ya está. No tiene sentido pensar en eso ahora, porque no hay nada que podamos hacer. Lo importante es que sepas que, aunque yo ya sabía cómo eran las cosas desde antes que ocurriera lo que ocurrió esta noche, elegí quedarme a tu lado.
―¿En serio? No me digas eso, por favor…
―Sí, ya lo sabía, pero no te hagas mala sangre. No sabía cómo decírtelo y justamente hoy pensaba hablarlo, pero eso ya tampoco importa. Sólo te repito que yo elegí quedarme a tu lado porque sos lo más hermoso que me pasó en la vida. Te amo con todo mi ser, ojitos lindos.
―Y yo a vos, Mati, con todo mi corazón.
Tras esas palabras, ambos se fundieron en un abrazo que sólo fue interrumpido por un dulce beso, que sería el último. Ante la atenta mirada de Giancarlo, que parecía apenado a pesar de todo, Matías le dio un último y sentido abrazo a su prometida y le dijo al resto que ya estaba listo para afrontar su destino. Fue así que Giancarlo se levantó de la silla y, seguido por sus tres secuaces, se dirigió hacia la puerta de calle mientras le indicaba a Matías que lo siguiera. Y Matías, que obedeció, antes de salir del comedor se dio vuelta para mirar por última vez a Giulia, quien, a pesar de su indisimulable tristeza, hizo el mayor de sus esfuerzos para dedicarle a él una sonrisa. Algo que, pensaba, era lo mínimo que él se merecía.
Después de aquella triste despedida, Matías fue llevado a una casa que los De Luca tenían en las afueras de la ciudad casi como si fuera un delincuente, custodiado tanto por Giancarlo como por sus hombres. Una vez allí, fue conducido a una habitación y, a continuación, Giancarlo le habló por última vez para despedirse y darle las indicaciones finales.
―Bueno, Matías, ¿ya decidiste a dónde vas a viajar y a quién irás a ver?
―Sí, iré a ver a mi padre, en Montevideo.
―Bien, entonces ya nos ocuparemos de eso a la brevedad. Pero da por descontado que mañana o a más tardar pasado mañana estarás viajando.
―Bueno, gracias. Suena raro agradecerle algo a usted en estas circunstancias, pero mi educación me indica que tengo que agradecerle de todas formas.
―No te preocupes, es natural. Lo hago porque pienso que lo merecés, hijo, sos una buena persona. Y como te conozco, sé que cumplirás con tu palabra de caballero, pero dejame advertirte, por las dudas, que cualquier tontería que hagas puede impactar directamente sobre tu familia.
―Ya lo sé, a esta altura del partido eso lo tengo muy claro. Pero no se preocupe, ya le di mi palabra y la cumpliré. Iré a visitar a mi padre, me despediré de él y luego estaré a su disposición para que me rematen cómo y dónde quieran.
―Bien, entonces con eso claro, es el momento de despedirme. Espero que disfrutes los últimos instantes con tu padre y gracias por cuidar siempre tan bien de Giulia. Eso es algo que no me olvidaré jamás.
En esa casa Matías sólo tuvo que permanecer algunas horas, pues no había pasado mucho tiempo desde la charla con Giancarlo cuando sus captores le informaron que viajarían a primera hora del día siguiente directamente desde Nápoles hasta Montevideo en uno de los aviones privados de la familia. Apenas tuvo esa información, Matías pidió un teléfono para llamar a su padre y, tras convenir con la gente de Giancarlo la fecha, le dijo que necesitaba verlo a solas dentro de dos días en el Parque Rodó. Alfonso se mostró sorprendido primero por el hecho de que su hijo lo llamara y segundo porque viajase a Uruguay ―algo que no había ocurrido desde que había emigrado―, pero aceptó sin cuestionar nada. Asumió que, si su hijo lo quería ver en tales circunstancias, algo malo debía ocurrirle.
Y así fue como, casi diez años después, padre e hijo volvieron a verse las caras. Era una soleada pero agradable mañana de primavera montevideana, en la cual la brisa de las primeras horas del día compensaba el calor de un sol que brillaba firme y sin obstáculos en lo alto del cielo. Alfonso había llegado primero y esperaba en el punto que su hijo le había indicado: un banco cerca del lago. Matías, que arribó apenas unos pocos minutos más tarde que su padre, lo divisó ya a la distancia y no pudo contener su emoción. Fue tan así que, cuando estuvo cerca de Alfonso, unas finas lágrimas ya brotaban de unos ojos que estaban completamente rojos por la irritación.
Alfonso, por supuesto, notó inmediatamente el estado en el cual se encontraba su hijo y se levantó apresurado del banco para preguntar que le ocurría, pero Matías le asestó un abrazo tan sentido que lo dejó sin palabras. Si a Alfonso le quedaba alguna duda de que a Matías algo le pasaba, con ese acto de angustiante afecto ahora lo confirmaba.
―¿Qué te pasa, hijo? ―preguntó Alfonso―. No nos hablamos desde hace no sé cuántos años, nunca volviste a Uruguay desde que te fuiste y ahora pegás la vuelta así, en este estado. ¿Te separaste de esa chica italiana con la que estabas? Contame, ya sabés que podés hablar de lo que sea conmigo.
―No, pa, no es eso ―respondió Matías como pudo, mientras intentaba dominar su llanto―. Sentate, por favor.
Alfonso hizo caso y ambos se sentaron al mismo tiempo. Permanecieron en silencio durante unos minutos y, cuando se sintió lo suficientemente sereno, Matías enfrentó la situación y dijo:
―Volví para despedirme para siempre, pa. Me van a matar.
―¿Eh? ―dijo Alfonso, incrédulo―. ¿Qué decís?
―Eso, que me van a matar. Hice algo que perjudicó los intereses de cierta gente en Nápoles y por ese motivo me van a liquidar.
―¿Cómo que te van a matar? ¿Pero qué pasó? ―continuó preguntando Alfonso, que estaba a medio camino entre creerle o no a su hijo―. Además, si te quieren matar, ¿cómo es que te dejaron volver a Uruguay?
―Es que el padre de Giulia es parte de la Camorra ―respondió Matías, que ya se encontraba más tranquilo―. No sé si ellos la manejan o si son un simple eslabón más dentro de toda esa mafia, pero lo cierto es que tienen peso. Y como me estaba por casar con su hija, mi suegro me dejó venir a despedirme de una persona. Y te elegí a vos.
Alfonso, que hasta ese momento dudaba, ahora estaba convencido de que Matías decía la verdad. Pero no sólo eso, sino que, además, estaba conmovido. No sólo iba a perder a su hijo, sino que, además, lo había elegido a él para despedirse de este mundo incluso a pesar de todos los problemas que habían existido entre ellos. Con los ojos humedecidos por unas lágrimas que clamaban por salir, Alfonso acarició el hombro de su hijo y le preguntó:
―¿Pero no hay nada que se pueda hacer? ¿Qué fue eso tan grave que hiciste para que te quieran matar?
―Es curioso que lo preguntes, porque tiene que ver con vos.
―¿Conmigo? ¿Cómo?
―Sí, con vos, pero en el buen sentido. Y tiene que ver también con mi decisión de elegirte a vos para despedirme ―dijo Matías dedicándole una sonrisa a su padre―. Es una obviedad decir que hemos tenido un sinfín de diferencias y discusiones prácticamente desde que tengo memoria, pero, más allá de todo eso, vos siempre fuiste un ejemplo para mí. Sé que no sos perfecto ni como padre, ni como marido, ni como persona, al igual que nadie lo es. Pero a lo largo de mis treinta y cinco años nunca he encontrado una persona que sea tan íntegra como vos, pa. Una persona que respeta las normas, que no caga a nadie, que es justa, que es sincera y que es honesta. Una persona que, a pesar de las discrepancias que pueda tener con la gente, siempre está dispuesto a ayudarla. Mi modelo de ciudadano siempre has sido vos, y esos valores morales que me inculcaste desde chiquito me han acompañado sin excepciones hasta el día de ayer, cuando le salvé la vida a un buen hombre que iba a ser asesinado por deber un dinero que utilizó para alimentar a su familia. En este triste mundo amoral de hoy, ese ha sido mi gran crimen: ser una persona con valores inquebrantables.
Cuando terminó de escuchar a su hijo, Alfonso no pudo contenerse más y rompió en llanto al mismo tiempo que abrazaba a Matías con todas sus fuerzas. Así permanecieron durante unos largos minutos hasta que, habiendo aceptado la difícil realidad, Alfonso preguntó:
―¿Y ahora qué? ¿Cómo sigue todo?
―No lo sé, pa. No mires, pero en un banco detrás tuyo está sentado uno de los mafiosos que me acompañaron desde Italia. Vine en un avión suyo, así que no sé si me van a matar acá o lo harán en Nápoles, pero eso no importa. Lo que más me interesa ahora es que nos despidamos sin que nada nos quede pendiente. Por mi parte, no quería dejar de decirte todo eso que te dije: que para mí has sido siempre un ejemplo a seguir en muchísimas cosas. Sé que tuviste tus falencias como padre, pero, como te dije antes, también sé que nadie es perfecto. Te pido disculpas por los errores que cometí y también por no haber insistido en solucionar nuestras diferencias cuando todavía estábamos a tiempo, y te perdono todas aquellas cosas que alguna vez me han dolido. Sé que no las has hecho con mala intención.
―Lo mismo digo, hijo mío. Te perdono las cosas que no me han gustado de vos, y, por sobre todas las cosas, te pido yo que me perdones por no haberte tratado bien en muchas ocasiones. Ya sé que hoy es tarde, pero me arrepiento mucho de muchísimas cosas. Y quiero que te quede claro que no tiene nada que ver con que ahora te vaya a perder. No, nada de eso. Ese arrepentimiento lo tengo almacenado en mi pecho desde hace ya un buen tiempo, pero nunca supe cómo hablarte para que solucionásemos todo.
―No te preocupes, ese fue un error que ambos cometimos. Yo me fui de Montevideo pensando que dejaba los problemas acá, pero estaba equivocado: cruzaron el Atlántico conmigo. Ya está, ahora quedémonos con este momento porque es todo lo que tenemos. ¿Te das una idea de por qué te cité acá?
―Claro, cómo no darme cuenta. Este es el banco al que veníamos siempre cuando te compraba el chivito y la Coca ―respondió Alfonso, que tuvo que contenerse para no quebrarse nuevamente―. Me resulta increíble que haya pasado así el tiempo, porque me parece que fue ayer que eras chiquito y me mordías los dedos cuando te sostenía el chivito mientras comías. Qué lindas épocas.
―La verdad que sí, yo también me acuerdo de todos esos momentos y me da paz, incluso a pesar de lo que me espera ahora. Y ya sé que es temprano, pero, hablando de eso, ¿qué te parece si vamos por un chivito y una Coca?
―Claro que sí, parece que me leyeras la mente. Estaba pensando lo mismo.
―Por algo somos padre e hijo, ja. Te quiero mucho, pa.
―Y yo a vos, Mati. Con toda mi alma.
Detalles del cuento
Título: «La despedida»
Autor: Martín Bugliavaz
Fecha de publicación: 05 de septiembre de 2023

