
«La peor de las cárceles»
En algún lugar del mundo había un niño llamado Nicolás que lo tenía todo. Su papá era un prestigioso juez y su mamá una respetada directora penitenciaria, con lo cual la familia tenía un buen pasar que poco tenía que ver con el día a día del resto de los habitantes de un país que se encontraba sumido en la pobreza.
Nicolás tenía los mejores juguetes, viajaba por todo el mundo con sus papás, iba a una de las mejores escuelas del país y realizaba un sinfín de actividades extracurriculares como las clases de inglés y alemán, las clases de guitarra o el entrenamiento de rugby. Y a pesar de que así fue durante toda su vida, Nicolás sentía que algo no andaba bien.
Más allá de tener una vida ordenada y sin sobresaltos, durante mucho tiempo Nicolás sintió en su mente las alarmas que indicaban que había cosas que no le gustaban. A veces por normalizarlas y otras por no querer generar conflictos en su casa —pues sus padres se mostraban muy intolerantes a sus opiniones—, Nicolás ignoraba esas alarmas y trataba de seguir con su vida de la mejor manera posible.
Sin embargo, no le era fácil. Porque si bien Nicolás era un agradecido por la vida privilegiada que tenía, también sentía que los hilos de su existencia no los controlaba él. Más bien era una especia de títere que, por más que lo intentase, no podía librarse de las decisiones que tomaban sus padres, que eran los titiriteros.
En cada aspecto de su vida, Nicolás no tenía poder de decisión. Y eso lo angustiaba, lo hacía sentir asfixiado. Era algo que ya sentía desde que era chico, cuando sus padres lo obligaron a asistir durante dos años a las tortuosas clases de catecismo y, por ende, a las misas que se celebraban los domingos. Algo similar a lo que le pasaba con el rugby, un deporte que no le terminaba de cerrar del todo pero que practicaba para satisfacer a su padre, a quien le encantaba decir que su hijo era rugbier, como si eso lo colocara en una categoría superior dentro de los seres humanos.
Cuando era pequeño, para Nicolás esa opresión era una molestia. Sin embargo, a medida que fue creciendo esa molestia le cedió el paso a la angustia cuando sus padres le taladraron el cerebro durante todo su último año de escuela secundaria para que en la universidad estudiase programación, una carrera que, según ellos, era el futuro. Y Nicolás en eso no los contradecía, pues no tenía dudas de que programar era el futuro. Sin embargo, él no quería que fuese su futuro.
Así, y después de varios años de aguantarse muchas cosas pensando en que algún día todo cambiaría, Nicolás se encontró con que estudiaba lo que no quería estudiar, trabajaba en donde no quería trabajar —un estudio jurídico perteneciente a un amigo de su padre— y practicaba un deporte que no quería practicar. En definitiva, en cierto punto de su vida, Nicolás se dio cuenta de que era un infeliz que estaba viendo cómo sus padres le estaban arrancando su vida de sus manos sin que él hiciera nada.
Como suele pasar muy a menudo, las personas toleran y toleran hasta que, un buen día, se produce un punto de inflexión en el cual, de una forma u otra, no pueden aguantar más. En el caso de Nicolás, ese día bisagra estuvo marcado por un dolor en el pecho que fue tan intenso que lo obligó a ir urgentemente a una guardia médica cuando salía de una clase en la universidad. Aunque para Nicolás el dolor había sido tan fuerte que sólo podía asociarlo a lo que le habían descripto como un infarto, para los médicos no fue nada. Le realizaron un sinfín de estudios y todos salieron bien, por lo que la conclusión era una que Nicolás ya se esperaba: estrés.
Aquella noche Nicolás llegó a su casa y, sin cenar ni contarles nada de lo ocurrido a sus padres, se fue directamente a su habitación. Una vez allí, su cabeza no pudo parar de pensar. ¿Qué estaba haciendo con su vida? ¿Era eso lo que quería de verdad? Haciendo lo que hacía su futuro estaba prácticamente asegurado a nivel económico, pero ¿qué ocurría con la felicidad? ¿Era feliz estudiando programación? ¿Era feliz trabajando en aquel estudio de abogados haciendo cosas que no le llamaban la atención ni un poco?
Esa noche Nicolás pensó, pensó y no paró de pensar. Casi no durmió, pero cuando por la mañana tuvo que levantarse para comenzar su ajetreado día, tuvo la sensación de que el desvelo había valido la pena, pues había tomado una decisión: sujetaría las riendas de su vida de una buena vez.
Sin perder el tiempo, cuando salió de la oficina ese día, Nicolás se dirigió directamente a su casa y no asistió a clases. Necesitaba hablar cuanto antes con sus padres y contarles qué era lo que le estaba ocurriendo.
Al llegar a su casa, y tal como lo esperaba, Nicolás encontró a sus padres en la mesa de la cocina, donde estaban merendando y contándose las cosas que les habían ocurrido aquel día. Sin embargo, cuando vieron ingresar a Nicolás se sorprendieron e interrumpieron su conversación, pues recordaban que debía estar en la universidad.
—¿No tenías clases hoy? —preguntó la madre, que estaba segura de que no se equivocaba de día.
—Sí, ma, pero no fui —se sinceró Nicolás—. Necesito hablar con ustedes.
—¿Qué pasó? —preguntó la madre, preocupada—. Tenés mala cara.
—Me pasa que soy un infeliz.
Los padres de Nicolás se miraron el uno al otro, como preguntándose con los ojos qué era lo que le ocurría a su hijo. Sin embargo, antes de que pudieran preguntar algo, Nicolás continuó hablando:
—No estoy conforme con mi vida. No me gusta nada de lo que hago: ni lo que estudio, ni los idiomas que practico, ni los deportes, ni el trabajo que tengo. Nada.
—¿Cómo que no te gusta, Nicolás? —preguntó el padre—. Si venís con todo eso desde hace un tiempo largo, e incluso años en algunas de esas cosas que mencionás.
—Ya lo sé, pa, pero las hacía porque ustedes me mandaban. Jamás me interesó el rugby, sino que me gusta muchísimo más el fútbol, como a todos mis amigos. El inglés sí me gusta, pero el alemán ni un poco; en cambio, sí hubiese preferido aprender italiano o francés. Y aunque me gusta programar, no me veo haciendo eso toda mi vida. No quiero decepcionarlos, pero hasta acá llegué. Quiero hacer otras cosas.
—No me digas que nos estás echando la culpa, Nicolás —dijo la madre, enfadada—. Nadie te obligó nunca a hacer nada en esta casa.
—Ya sé que no me obligaron, pero cada vez que yo ponía un pero a sus ideas, no me prestaban atención. Si decía que prefería el fútbol, me decían que eso lo hacían todos y que me tenía que destacar con otro deporte. Si decía que prefería ir a francés, me decían que no servía para nada y que mejor le prestara atención al alemán. Pero no importa, no los culpo. No estoy acá diciéndoles todo esto para hacerlos sentir mal, simplemente me pareció adecuado que sepan que a partir de hoy elegiré otras cosas para mi vida.
—¿Cómo qué? —preguntó el padre, enarcando una ceja.
—En primer lugar, dejaré de estudiar programación y alemán; no sé qué carrera seguiré, porque hay muchas que me gustan, pero me tomaré este año para pensarlo bien. En segundo lugar, no iré más al club de rugby, sino que dedicaré ese tiempo a jugar a la pelota con mis amigos y a aprender a tocar el piano, que es algo que siempre me gustó. Y, por último, buscaré otro trabajo. Ya sé que me lo conseguiste vos, pa, y te lo agradezco, pero los días en ese estudio se me hacen eternos. Así que apenas consiga otra cosa, me iré de ahí.
—Está bien, Nicolás, hacé lo que quieras —dijo el padre—. Nos sorprendés con todo esto, pero ya estás grande. Vos sabrás lo que es mejor para tu vida.
No había que ser un gran entendedor para darse cuenta de que nada de lo que Nicolás dijo le agradó a sus padres, pero él lo aceptó. En primer lugar, porque la reacción fue mucho más leve de lo que él esperaba. Y en segundo lugar porque, más allá de cómo ellos se tomaron las noticias, se liberó de esa carga que lo estaba encorvando desde hacía ya muchísimo tiempo. Una carga que, con el correr de los años, le hizo darse cuenta de que había cárceles mucho peores que aquellas tan temibles que dirigía su mamá: las cárceles que tanto nosotros como los que nos rodean construimos en nuestro interior para privarnos de aquella libertad esencial que nos permite ir en buscar de la felicidad.
Detalles del cuento
Título: «La peor de las cárceles»
Autor: Martín Bugliavaz
Fecha de publicación: 07 de abril de 2022

