«Los cerdos»
Un día Milovan decidió que quería un cambio en su vida. Y a pesar de que sabía que ese cambio era lo que necesitaba porque estaba seguro de que le aportaría más cosas positivas que negativas, era plenamente consciente de que esas cosas negativas no dejarían de manifestarse.
Fue por eso que, antes de tomar las decisiones que propiciaran ese trascendental cambio, Milovan hizo un análisis global en el que plasmó tanto los pros como las contras de su nueva aventura. Se tomó todo el tiempo que consideró necesario, pero, una vez que estuvo todo listo, no dudó a la hora de empezar a andar por su nuevo y desafiante camino.
Esa nueva senda constaba de un largo viaje a una tierra lejana en la que Milovan sabía que las cosas podrían ser difíciles. Sin embargo, hubo una de ellas que se complicó más de lo calculado: la vivienda. Porque en ese nuevo territorio al cual Milovan decidió ir, conseguir un techo era complicado. Los motivos por los cuales eso ocurría eran varios, pero digamos que en esta historia no son del todo relevantes. Lo que sí es relevante es el hecho de que, para solucionar ese problema que se extendió más de lo esperado, Milovan se vio obligado a compartir un mismo departamento con otras dos personas.
Y eso a Milovan no le agradaba en lo absoluto. En primer lugar, porque era una persona con un carácter especial: silencioso, reservado y celoso de su intimidad. En segundo lugar, porque estaba acostumbrado a vivir solo, cual lobo estepario. Y, en tercer lugar, porque era muy limpio y ordenado, y sus estándares de orden y limpieza, en general, solían distar notablemente de los del resto de la gente.
Por todas esas características tan propias de él, la convivencia con sus dos compañeros de departamento a Milovan le resultaba en extremo complicada. Le era incómodo compartir el baño, al igual que la cocina; le era molesto tener que tolerar ciertos ruidos, y mucho más cuando él no sólo era silencioso, sino también respetuoso hacia los demás; y, por supuesto, le era frustrante no tener sus necesarios espacios de soledad. A pesar de todo eso, Milovan pudo adaptarse, porque el ser humano tiene la sabia capacidad de amoldarse a todo. Sin embargo, a lo que Milovan no podía ni tampoco quería adaptarse era a las inmundas prácticas de los dos energúmenos que vivían con él.
Es cierto que el concepto de limpieza de Milovan era muy estricto, pero también era cierto que el que tenían sus compañeros se encontraba en las antípodas: dejaban los estantes sucios tanto de la heladera como de las alacenas, no limpiaban la mesada ni lavaban los platos después de cocinar y, por supuesto, no conocían lo que era una escoba y un trapeador. Eran, sencillamente, unos verdaderos cerdos.
Milovan era consciente de que él era un hombre con un temperamento fuerte y de que muchas veces sus formas de decir las cosas cuando algo no le gustaba no eran las mejores. Por eso, y por estar en una etapa de su vida en la cual quería cambiar en múltiples aspectos, trató de tomarse las cosas con calma y les hizo ver a sus compañeros que debían corregir ciertas conductas para lograr una convivencia más armoniosa. No obstante, sus esfuerzos fueron en vano. Lo intentó una, dos y hasta tres veces, pero del otro lado no obtenía respuestas. Hasta que, un buen día, pasó lo que tenía que pasar: todo explotó.
Era sábado y los rayos de un cálido sol de primavera despertaron a Milovan a media mañana como invitándolo a arrancar su día de descanso de la manera más relajada posible. Y, efectivamente, Milovan interpretó la señal de esa forma, pues, luego de quedarse unos minutos dando vueltas en la cama, decidió prepararse un buen desayuno. Sin embargo, su buen humor se desvaneció inmediatamente cuando salió de su habitación y se topó con una casa que lucía los estragos que una noche de fiesta había causado.
Sin poder tolerar más la situación, Milovan dio rienda suelta a su ira y fue a golpear las puertas de sus dos compañeros para hacerles entender, esta vez por las malas, lo erróneo de su proceder. Tras unos minutos de llamarlos constantemente, sus dos compañeros salieron, somnolientos, de sus respectivas habitaciones.
—¿Qué te pasa, Milovan? —pregunto uno de ellos—. ¿Te volviste loco?
—Sí, hermano, ¿cómo vas a golpear así la puerta? —dijo inmediatamente el otro, que apenas podía abrir los ojos de lo dormido que estaba.
—Si no entienden por las buenas, van a entender por las malas —respondió violentamente Milovan—. ¿A ustedes les parece bien dejar la casa en estas condiciones?
—Relajá, Milovan, no es para tanto —dijo el más joven—. Fui yo el que estuvo reunido acá, en un rato limpio todo. Despreocupate.
—No, querido, en un rato no —espetó rápidamente Milovan—. Esto lo tendrías que haber limpiado anoche cuando terminaste la fiestita, porque yo no tengo por qué ir a prepararme un café esquivando toda la mierda que dejaste ahí tirada.
—Bueno, Milovan, si no te gusta, podés ir buscando otro departamento —dijo el más joven antes de volver a entrar en su habitación y cerrar la puerta bruscamente.
Aunque no acotó nada, el otro asintió, como dándole la razón a su compañero, y también se metió en su habitación. Milovan quedó solo en el salón del departamento, frustrado e infinitamente más cabreado que antes, por lo que sólo atinó a volver a la cama para seguir durmiendo y así olvidarse, aunque sea por un rato, de su incómoda realidad. “Cerdos repugnantes, no sé qué hacen viviendo en un departamento, si estarían mejor en un chiquero”, pensó antes de cerrar los ojos y volverse a dormir.
No sabía exactamente cuánto tiempo había pasado, pero, cuando se despertó, Milovan sintió un olor que le dio ganas de vomitar. Lo primero que hizo fue ir al baño para corroborar si provenía de ahí, pero rápidamente notó que todo estaba en orden. Acto seguido, se dirigió al salón con la idea de asomarse al balcón para ver si el olor llegaba desde la calle. Sin embargo, no había alcanzado el balcón cuando una sorpresa desagradable lo invadió: había dos chanchos durmiendo en el piso.
—¿Qué carajo es esto? —dijo Milovan en voz alta, sin poder creer que sus compañeros hubieran podido hacer entrar a esos animales en el departamento.
Pero su sorpresa fue mayor cuando, luego de fijarse con más atención en los cerdos, descubrió que, de sus cuellos, colgaban cadenas como las que les había visto usar a sus compañeros.
—No puede ser, tiene que ser un sueño —susurró incrédulamente Milovan, que luego se dio cuenta de que los cerdos estaban tendidos sobre la misma ropa que tenían puesta en la mañana sus compañeros.
Luego de pellizcarse y de apretar fuertemente los ojos en un intento desesperado de despertarse del sueño en el que creía que estaba sumido, Milovan aceptó que todo era real. Y, una vez que lo aceptó, empezó a disfrutarlo. Incluso mucho más cuando, al abrir los ojos, ambos cerdos lo miraron y empezaron a chillar, como si le estuvieran pidiendo ayuda.
—No se preocupen, amigos míos, yo los voy a ayudar —les dijo Milovan a los animales mientras tomaba su celular—. El papá de un amigo tiene una estancia en las afueras de la ciudad, muy linda y muy amplia, así que les aseguro que ahí van a estar cómodos con los otros chanchitos en el chiquero. En definitiva, tienen las mismas costumbres, ¿no?
Sólo habían pasado unas horas cuando el timbre sonó en la casa. Milovan fue rápidamente hacia la puerta y, tras abrirla, saludó efusivamente al padre de su amigo, al que le dijo:
—Acá los tenés, Roque. Son todos tuyos.
—Me pregunto de dónde los habrán sacado tus compañeros —dijo Roque, que lucía sorprendido.
—Yo también, pero con tal de hacer una broma, son capaces de todo esos dos.
—Bueno, en fin, me los llevo. Se ven en buena forma, creo que en poquito tiempo ya estarán listos para la parrilla, ja, ja.
—Ja, ja, ja, cuando llegue el momento, ¡no dudes en avisarme! —dijo Milovan, desternillándose de la risa—. Quiero ser el primero en probarlos, en honor a mis queridos y graciosos compañeros.
Detalles del cuento
Título: «Los cerdos»
Autor: Martín Bugliavaz
Fecha de publicación: 11 de octubre de 2022