
«Los falsos patriotas»
Decir que la hipocresía es una cualidad común en muchos seres humanos es decir una trivialidad. Sin embargo, para Santiago Brehme no era tan así.
Quizá por ingenuidad o quizá por querer tener un poco más de fe en la humanidad que el resto de las personas, Santiago creía en lo que la gente decía. Él pensaba que todos eran como él y que, si decían algo, era porque creían fielmente en eso. Sin embargo, el sabio tiempo lo ayudó a darse cuenta de lo equivocado que estaba.
Cuando era adolescente, Santiago asistía a una de las tantas escuelas públicas existentes en la Argentina, su país natal, y en ese ámbito forjó la mayoría de las amistades que lo acompañarían con el correr de los años. Unas amistades que, justamente gracias a ese tipo de institución tan inclusiva, eran de lo más variadas, pues Santiago tenía amigos pertenecientes a distintas clases sociales: desde la baja hasta la alta, pasando también por la media, en la cual él mismo estaba incluido.
Santiago era descendiente de unos carpinteros alemanes que tras la Segunda Guerra Mundial habían huido de una Europa devastada y, particularmente, de una Alemania nazi que nada tenía que ver con la patria que los había visto nacer. Con su oficio como mayor herramienta, los abuelos de Santiago pudieron progresar en una próspera Argentina en la cual, tras años de arduo trabajo, lograron fundar un importante aserradero que les proveyó tanto a ellos como a sus descendientes un pasar más que tranquilo.
Santiago estaba muy orgulloso de sus raíces europeas a pesar de ser argentino, algo que siempre fue para él un motivo de conflicto en la escuela. En realidad no era un conflicto, sino varios. Santiago era discriminado por ser rubio y de ojos celestes, era tildado de nazi —injustificadamente, claro está, porque sus abuelos justamente habían dejado su país por estar en desacuerdo con esa ideología— y aborrecido por estar bien económicamente. Y a pesar de que ese tipo de conductas era lamentablemente algo usual en un país donde la miseria generaba resentimientos, lo que a Santiago más le dolía era que también pensaran lo mismo muchas personas a las que él consideraba amigas.
Santiago era sociable y por eso había hecho muchos amigos, pero tenía predilección por dos de ellos: Leonel y María. A ambos los había conocido en el jardín de infantes, y desde ese entonces habían compartido toda su vida escolar juntos. Sin embargo, cuando estaban atravesando el último año de secundaria, Santiago empezó a notar que la actitud de María hacia él había cambiado drásticamente luego de que él les contara a ella y a Leonel que pensaba irse a vivir a Alemania cuando terminara la escuela.
—¿Y para qué te vas a ir? Si acá lo tenés todo —le dijo María un día en el patio de la escuela tras mostrarse notablemente irritada al escuchar que él hablaba con Leonel de sus planes en el exterior.
—¿Qué es tener todo? —le preguntó Santiago, sorprendido por la visible agresividad de su amiga.
—Tenés a tu familia, tenés amigos, tenés un buen pasar económico y, sobre todas las cosas, vivís en un país hermoso.
—De que el país tiene muchas cosas hermosas no tengo ninguna duda, María, pero el país no es hermoso. Porque a un país lo hace la gente, y en este país la gente es de todo menos hermosa. Es aprovechadora, ventajera, ignorante y muchas cosas más. Pero hermosa seguro que no es.
—Y vos no sos argentino, ¿no?
—Claro que soy argentino, con mis derechos y mis obligaciones. Con mi familia pagamos los mil impuestos que bombardean a nuestra empresa, les pagamos bien a unos operarios que hacen cualquier cosa menos ser productivos y tratamos de hacer siempre lo correcto: no cruzamos los semáforos en rojo, no queremos estafar al prójimo y somos respetuosos siempre con el que está adelante nuestro. ¿Pero sabés qué pasa, María? Que cansa ser los únicos idiotas que intentamos hacer las cosas bien. Y veo difícil que la idiosincrasia del argentino promedio cambie en el corto o mediano plazo.
—Bueno, entonces espero que afuera puedas encontrar eso que acá tanto te falta y que seas feliz —dijo María, que se levantó coléricamente del banco en el cual estaban los tres sentados y se dirigió hacia el aula sin mirar atrás.
Santiago la vio alejarse sin comprender qué era lo que le ocurría. ¿Acaso no era su amiga? ¿Por qué tenía que oponerse a su proyecto de vida, si con eso él no le hacía daño a nadie? Esas preguntas lo atribulaban a tal punto que ni se había acordado que al lado suyo estaba Leonel, quien lo miraba con una sonrisa burlona.
—No te hagas drama, che —le dijo Leonel mientras le daba una palmadita en la espalda—. Esta tiene más ganas de rajar que vos y yo juntos.
—¿Por qué lo decís? —preguntó Santiago.
—¿No escuchás nunca las cosas que dice? Habla de Cuba, de la Unión Soviética, de comunismo, de socialismo y de peronismo. Pero también se desvive por ir a Europa y a Estados Unidos, se muere por tener el último celular y los zapatos que están más de moda, y se rompe el lomo para conseguir una beca en la universidad más concheta de Buenos Aires. ¡Es la anticapitalista más hipócrita del mundo!
—Sí, ¿no? Es bastante contradictoria, ahora que lo mencionás.
—¡Claro que lo es! Así que despreocupate, lo que le pasa es que te envidia. Pero te digo una cosa: vos y yo podemos irnos afuera y quedarnos allá o volver para acá, porque la vida da muchas vueltas. Pero te aseguro que ella se va y no vuelve más. Es comunista de la boca para afuera, Santi.
Aquel día, a sus diecisiete años, Santiago aprendió su primera lección importante acerca de la hipocresía. Entendió que no todos —incluso esos en quienes más confiamos— realmente piensan lo que dicen ni mucho menos hacen eso que pregonan a los cuatro vientos.
El tiempo pasó y, tal como Leonel sabiamente le había vaticinado aquel día en el patio de la escuela, la vida dio sus más retorcidas vueltas. Santiago cumplió su objetivo de irse a estudiar a Alemania, se graduó allí con honores como ingeniero y hasta trabajó varios años en una de las empresas ingenieriles alemanas más importantes. Sin embargo, un llamado de su padre bastó para que Santiago volviera a su país para rescatar a la empresa familiar, a la cual no sólo salvó, sino que incluso posicionó como una de las más importantes de la Argentina, a través de la cual ayudó a cientos de jóvenes talentosos a insertarse en el mundo laboral.
Ya radicado nuevamente en la Argentina, un día Santiago fue invitado por Leonel a un reencuentro con sus compañeros de promoción de la escuela. Y si bien en un principio la reticencia a ir era lo que más imperaba en él, Santiago finalmente terminó siendo convencido por su amigo, al cual no veía hacía ya muchísimos años.
Santiago llegó a esa reunión con la expectativa de cumplir e irse al poco tiempo, pero lo que se encontró allí lo invitó a quedarse y disfrutar de la velada. Porque el encuentro con sus antiguos compañeros se llevó a cabo en la casa quinta de uno de ellos y, para su sorpresa, no estaba la gran mayoría de aquellos que no deseaba ver.
Entre copa y copa, la noche fluyó como el agua para Santiago, que cerca de la medianoche yacía al borde de la gran piscina que había en la casa. Estaba relajado con una copa de vino en su mano y por su cabeza sólo pasaban recuerdos de todos aquellos años vividos con sus amigos durante la época escolar. Y justamente cuando se estaba acordando de las tantas salidas realizadas con María y Leonel, este último se sentó junto a él.
—¿En qué pensás, campeón? —le dijo sonrientemente Leonel—. Es increíble reencontrarnos después de tanto tiempo, ¿no?
—La verdad que sí, Leo —dijo Santiago, devolviéndole la sonrisa a su amigo—. Pensaba justamente en eso y también en algo curioso: hoy no vinieron muchos de los que no tenía ganas de ver. Se me alinearon los planetas, porque ya sabés lo que pienso acerca de las malas energías.
—No se te alinearon los planetas, amigo, fue nuestro planeta el que te ayudó.
—¿Cómo?
—Claro, nuestro planeta —respondió Leonel, que se divertía con la mirada confundida de su amigo—. Mirá, nuestro planeta tiene muchos países, incluido el nuestro, por supuesto. Bueno, nosotros estamos acá, en la Argentina, y muchos de todos esos personajes a los que vos te referís decidieron ir a llevar sus hipócritas cuerpos a otros de los tantos bonitos países de nuestro planeta.
—¿Sí? —dijo retóricamente Santiago, a quien la explicación de su amigo no lo sorprendió tanto—. Parece que tenías razón en eso que me dijiste hace muchos años en el patio de la escuela, ¿te acordás?
—Claro que sí, campeón —dijo Leonel mientras ampliaba su sonrisa—. Hay gente que es de manual, amigo mío. Era muy joven cuando te dije eso de María, pero desde chico siempre fui muy observador y sabía que era muy difícil que me equivocara con lo que pensaban todos aquellos que nos criticaban a vos y a mí por querer irnos del país.
—Sí, debo reconocer que lo que hablamos aquel día me sirvió muchísimo. Creo que a partir de ese entonces aprendí a tomar con pinzas las cosas que suele decir la gente.
—Sí, es lamentable, pero es así. Y acá tenés un gran ejemplo: casi veinte años después de habernos recibido, la gran mayoría de los que nos criticaban salieron huyendo como ratas por tirante de ese país que tanto defendían. Carrasco se fue a Brasil al año siguiente de terminar la escuela, López se casó con una italiana que se lo llevó para su país, Vicentini terminó en Australia recogiendo kiwis… Y puedo seguir, obviamente, pero no vale la pena ni siquiera recordarlos.
—Qué increíble, ¿no? Tanto meterse en nuestras vidas, tanto criticar nuestra forma de pensar. Al fin y al cabo, ellos están bien lejos y nosotros acá, en nuestro país. Un país al que tratamos de ayudar a crecer, aunque sea desde nuestro humilde lugar.
—Por supuesto. Yo te lo dije, amigo mío, nosotros dos nos íbamos a ir y era posible que volviéramos, porque al menos éramos honestos con lo que pensábamos. En cambio, María…
—¿Qué fue de la vida de ella? —preguntó Santiago, que ya intuía la respuesta—. No la vi nunca más después del acto de colación.
—Terminó en el lugar más opuesto a sus palabras pero el más adecuado para su forma de pensar. Adiviná.
—¿Estados Unidos?
—¡Bingo! —respondió Leonel, divertido—. Cuando terminamos la escuela, consiguió esa beca que tanto buscaba y terminó estudiando economía en esa universidad concheta que te dije. En esa universidad se sacó millones de fotos fanfarroneando acerca de su exclusividad y, en un abrir y cerrar de ojos, estaba viviendo en los Estados Unidos. Resulta que se casó con un pobre tipo de acá que le consentía todos los caprichos y que le compartió el beneficio de tener la nacionalidad italiana, algo que decididamente le abrió las puertas del paraíso del consumo. Ese consumo que tanto criticaba, ¿te acordás?
—Sí, claro que me acuerdo —dijo Santiago, que no pudo evitar sentir decepción por esa persona que alguna vez había considerado su amiga—. ¿Y no volvió nunca más?
—A vivir no, al menos que yo sepa. Pero, como podrás imaginarte, cada vez que viene en sus redes sociales aparecen fotos de Palermo, de Belgrano, de Recoleta o de las localidades más acaudaladas de la Zona Norte del Gran Buenos Aires.
—Ja, ja, no sé por qué no me extraña.
—Siempre fue igual, amigo mío. De la boca para afuera y con el dinero del otro, somos todos socialistas, comunistas o lo que quieras. María es el mejor ejemplo de eso.
Detalles del cuento
Título: «Los falsos patriotas»
Autor: Martín Bugliavaz
Fecha de publicación: 22 de febrero de 2022

