Mis cuentos

«No hay nada como casa»

Federico Moreau era, técnicamente, francés. Había nacido en Lyon en una época en la cual Francia se encontraba incesantemente azotada por los bombardeos producto de la Segunda Guerra Mundial, y justamente ese conflicto bélico fue el motivo que llevó a sus padres a emigrar hacia la Argentina.

Sin embargo, a pesar de ser francés por nacimiento, Federico se sentía argentino por sentimiento. Argentino y, más precisamente, bonaerense. Y si bien es cierto que a lo largo de toda su vida sus padres lo habían llevado de un lado al otro de la Provincia de Buenos Aires —desde la serrana Tandil hasta la costera Necochea—, lo cierto es que su corazón estaba en Banfield, una ciudad ubicada en los suburbios de Buenos Aires.

Federico había vivido en Banfield desde que tenía memoria. Allí había forjado enormes y valiosas amistades, que fundamentalmente había conseguido mientras jugaba a la pelota sobre las impecablemente adoquinadas calles de su barrio o mientras pasaba el día en los distintos clubes sociales a los cuales sus padres lo llevaban. También en Banfield Federico había disfrutado y sufrido con un sinfín de amores juveniles generados tanto en la escuela como en los boliches. Y, por supuesto, en esa ciudad había disfrutado también de innumerables asados, pastas y mates con toda su familia, que con el tiempo había logrado incorporar los hábitos argentinos a las costumbres europeas.

Era indudable que Banfield era muy importante para Federico, pero, a pesar de eso, el amor por su ciudad fue mermando. Un poco por naturalizar lo cotidiano, un poco por sentirse atraído por sus raíces francesas y otro tanto por la inestabilidad general que imperaba siempre en la Argentina, en la mente de Federico poco a poco fue cobrando fuerza la idea de volver a la tierra que lo había visto nacer no sólo para vivir aventuras, sino también para buscar una vida mejor.

Fue así como durante su paso por la universidad, Federico planificó milimétricamente su futuro lejos de la Argentina. Y lo hizo de manera tan decidida y certera que, apenas un mes después de graduarse en Letras, se estaba subiendo a un avión que lo dejaría en París para empezar a vivir ese sueño que lo había cautivado desde que era un adolescente.

La travesía comenzó en la capital francesa, pero no se detuvo ahí. Porque la curiosidad y las ganas de aprender de Federico no tenían límites, y eso lo llevó a conocer toda Europa en menos de cinco años. Bueno, claramente no toda Europa, pero sí al menos una ciudad por cada país del continente, que era uno de los objetivos que se había fijado en una de las tantas noches de insomnio transcurridas en Banfield.

Sin embargo, eso no bastó para el joven aventurero, que tras conocer a su tan querida Europa quiso ir a ver con sus propios ojos la realidad de África. Su primera parada, por una cuestión geográfica e idiomática, fue Marruecos. A partir de allí, y haciendo uso de un francés ampliamente utilizado en el continente, Federico conoció una gran cantidad de países en los cuales el hambre y las enfermedades eran protagonistas principales.

Ya estando en Sudáfrica luego de haber cruzado el continente de norte a sur, Federico sintió el deseo de que su vida continuara por Asia y Oceanía. Sentado en el escritorio que tenía en una pequeña habitación de Ciudad del Cabo, se propuso llevar a cabo un viaje corto que se adaptara a su escaso presupuesto pero que, al mismo tiempo, le permitiera conocer aquellos lugares que le resultaban trascendentales. Una vez que el plan estuvo finamente calculado, Federico no dudó ni un segundo y, tras armar su valija, partió rumbo a Japón.

En la tierra del sol naciente transcurrió la mayor parte de su estadía en Asia, que también incluyó a China, Vietnam y Filipinas. Y desde allí, sin escalas, se fue hacia Oceanía, donde visitó primero Australia y luego Nueva Zelanda. Y fue justamentente en este último destino cuando su vida tomó un rumbo inesperado: le ofrecieron un trabajo en Canadá. La oportunidad lo tomó por sorpresa, pues ni remotamente figuraba en sus planes volver a América. Pero tras analizarlo decidió que no era para nada desagradable la idea de ir hacia una parte desconocida del continente que lo había acogido desde pequeño. “¿Por qué no? Las cosas pasan por algo”, pensó Federico mientras disfrutaba de las playas de Auckland.

Fue así como, en un abrir y cerrar de ojos, Federico se encontró dando clases de literatura francesa en Quebec. Y por esos giros dramáticos que tiene la vida, Federico halló allí todo lo que necesitaba para establecerse: un país bien estructurado que tenía un rumbo claro, una ciudad bonita y prolija que le brindó un trabajo que lo hacía feliz, y el amor de una mujer que, con el paso del tiempo, le daría dos hermosos hijos.

Con el correr de los años, Federico se asentó definitivamente en Canadá, en donde gozaba de una economía sólida que le permitía no sólo vivir dignamente sino también darse lujos, y donde fundamentalmente tenía una esposa e hijos sanos de los cuales disfrutaba todos los días. Pero, a pesar de todo eso, Federico sentía que algo le faltaba y no tardó en darse cuenta de que el problema no estaba en Canadá, sino mucho más lejos: en Banfield.

¿Qué pasaba en Banfield para que Federico no pudiera estar tranquilo? Allí estaba su casa. Una casa en la cual todavía seguían viviendo sus padres y una de sus hermanas. Una casa en la cual había vivido su abuela, que lo había hecho inmensamente feliz con sus historias y sus comidas. Una casa que estaba cerca de las casas de sus amigos de toda la vida y de las canchas de fútbol en las cuales había sabido ensuciarse de pies a cabeza.

Federico había viajado por todo el mundo y gracias a eso había podido conocer el lujo, la sofisticación, la modernidad, el desarrollo y el progreso. Gracias a ese viaje había terminado en Canadá, un país que le permitió crecer y cumplir todas las metas que se había propuesto durante su juventud. En definitiva, en Canadá Federico era feliz y sabía que allí viviría hasta su último suspiro. Pero, de todas formas, estando en Quebec Federico extrañaba a Banfield. Mientras caminaba por las nevadas calles quebequeses, no podía evitar recordar las adoquinadas calles banfileñas; mientras miraba básquet no podía evitar acordarse de los partidos de fútbol que iba a ver con su papá; mientras esperaba el tren en modernas estaciones no podía evitar pensar en las antiguas estaciones de estilo inglés típicas de Buenos Aires; y mientras saboreaba el poutine no podía evitar ser invadido por el recuerdo del olor de las salsas que su abuela preparaba para las pastas.

Federico podía decir que había alcanzado la felicidad luego de perseguirla incansablemente durante toda su vida. Pero no se engañaba a sí mismo y sabía que, aun siendo feliz en el frío hemisferio norte, añoraba aquella calidez bonaerense. Y siempre que se quedaba dormido frente al crepitante fuego de su hogar en Quebec, en su cabeza resonaba la misma frase: “No hay nada como casa”.

Detalles del cuento

Título: «No hay nada como casa»

Autor: Martín Bugliavaz

Fecha de publicación: 09 de enero de 2022

Periodista y escritor. Me gusta contar historias.

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