«Una diabla arrepentida»
A primera vista, Romina lucía completamente angelical. Era dulce, atenta, religiosa, caritativa y siempre estaba dispuesta a regalarle a todo el mundo una sonrisa que dejaba entrever unos prolijos, grandes y níveos dientes. Parecía, como dicen por ahí, la chica perfecta para presentarle a una madre. Sin embargo, toda esa luz exterior en realidad ocultaba una oscuridad interior que definía a la perfección su verdadera esencia: la de diabla.
Con unos oscuros y saltones ojos marrones, un castaño cabello lacio y largo que le llegaba hasta la cola y unas curvas perfectamente moldeadas, Romina tenía la capacidad de embrujar a todo hombre que la mirara. Y lo cierto era que, aunque no todos conocían ese poder porque lo ocultaba tras su fachada de falsa inocencia, ella lo disfrutaba. Realmente gozaba al seducir, conquistar y manipular a esos varones que se deleitaban viendo cómo, al caminar, ella desplegaba toda una sensualidad que cada uno de los poros de su piel irradiaba.
De la misma forma que Lucifer posee el dominio de los Infiernos, esta diabla ―que podía considerarse una digna pupila del Señor de las Tinieblas― controlaba a su antojo una de las ciudades más adineradas de la Zona Norte del Gran Buenos Aires. Era allí, en el sector más septentrional de los suburbios de la capital argentina, donde Romina se sentía una verdadera diosa que tenía bajo sus pies tanto a muchachos inmaduros que caían enamorados como a hombres experimentados que deseaban probar las mieles de su juventud.
Era muy difícil que a Romina se le pasara alguna de las tantas fiestas que se llevaban a cabo en su territorio. Podría decirse que, gracias a la popularidad que le brindaba su embriagadora belleza, nadie quería perderse la oportunidad de tenerla cerca: ni los hombres, por supuesto, ni el resto de unas mujeres que, aunque se sentían inferiores ante su presencia, la utilizaban como carnada para atraer a sus reuniones a ese cardumen de varones embrujados cuyo único deseo era ser besados por esa dulce boquita de diabla.
A pesar de que a espaldas de sus evangélicos padres Romina disfrutaba sobremanera del néctar de todos aquellos lujuriosos placeres que se podía permitir a través de su provocador encanto, un buen día se vio sorprendida por algo que, hasta ese entonces, jamás había experimentado: el amor.
Aquel inaudito sentimiento comenzó a surgir, paradójicamente, en una de esas fiestas en las cuales Romina hacía y deshacía a su gusto todo lo que quería con esos siervos que no oponían ninguna resistencia cuando ella requería su presencia para satisfacer sus deseos más salvajes. En eso estaba, justamente, cuando vio que llegó al lugar alguien que no había visto nunca ni personalmente, ni en fotos, ni en redes sociales. Era un completo desconocido que despertó su curiosidad inmediatamente no sólo por el hecho de no saber de quién se trataba, sino también porque le parecía realmente apuesto.
El joven, que era alto y esbelto, tenía los ojos azules y el cabello castaño de la misma tonalidad que el de Romina, quien no pudo dejar de notar que lo llevaba peinado prolijamente hacia atrás como acostumbrada a hacerlo su abuelo. De hecho, ese detalle que mostraba originalidad no era el único del muchacho, quien además se destacaba del resto por el sobrio estilo clásico con el cual estaba vestido.
Desde el momento en el que lo vio entrar, la diabla se vio revolucionada de tal forma que detuvo enseguida el coqueteo que estaba llevando a cabo con su víctima de turno aquella noche. Ahora tenía un nuevo objetivo y, definitivamente, quería enfocar todas sus energías en averiguar quién era ese guapo y peculiar joven del cual desconocía absolutamente todo.
Por supuesto que Romina no tardó en hallar las respuestas básicas que necesitaba, pero no dejó de sorprenderse cuando se enteró de que aquel muchacho, que se llamaba Ariel, era un amigo de la infancia de Brigitte, su mejor amiga. Resultaba ser que Ariel, que se había criado en Zona Norte y había sido compañero de Brigitte durante casi toda la primaria, ahora vivía en Buenos Aires. Y no sólo eso, sino que, además, era de esas personas que, al igual que en todos los aspectos de su vida, mantenía un perfil bajo en sus redes sociales. “¡Por eso no me sonaba de ningún lado, es un completo outsider!”, pensó aquella noche Romina, quien, de todas formas, se sentía totalmente cautivada por ese aire de misterio que rodeaba a su nuevo objeto de deseo.
La idea que Romina se hizo de Ariel a primera vista no estaba para nada errada: verdaderamente era un outsider. Sin embargo, por más que él intentase mantenerse fuera de las reglas impuestas por la sociedad, no siempre lo lograba. Y el hecho de que en aquella fiesta le gustara la misma chica que a casi todos sus congéneres era una prueba cabal de eso. Pero lo cierto era que no lo pudo evitar: una sola mirada de Romina bastó para que Ariel no dejara de buscarla durante toda la noche. Hasta que finalmente la encontró.
―Hola, soy Ariel, mucho gusto ―se presentó―. Soy un amigo de la primaria de Brigitte, ella me invitó.
―Mucho gusto, yo soy Romina ―devolvió el saludo ella, quien desde ese mismo instante comenzó a utilizar sus más efectivas armas de seducción―. No te había visto nunca en ninguna de las fiestas de la zona. No sos de acá, ¿no?
―No. Antes sí, pero ahora vivo en Capital ―explicó Ariel―. No soy muy fanático de estas fiestas, pero tengo que confesarte algo: vine a ésta especialmente por vos.
―¿Por mí? ―preguntó Romina, sorprendida.
―Sí, porque vi en Facebook una foto tuya con Brigitte y me pareciste divinamente hermosa. Así que le escribí a ella y le pedí encarecidamente que, cuando supiese de alguna fiesta en la que vos estuvieses, me avisara. Y bueno, acá estoy.
―Wow, me sorprendés ―dijo Romina, que a esa altura había pasado a tener un rol completamente pasivo en el juego de seducción―. Pero gracias por el cumplido y por haber venido desde tan lejos por mí, me halaga muchísimo.
―No es necesario que me agradezcas ―dijo Ariel con una encantadora sonrisa―. Aunque, a decir verdad, podría tomarte como forma de agradecimiento el hecho de que bailemos juntos esta noche. ―Tras decir eso, la miró fijo a los ojos, le extendió una mano y le preguntó―. ¿Qué decís?
―Claro, ¿por qué no?
Aquella noche, en aquel sitio y con aquel baile, nació una verdadera historia de amor entre Ariel y Romina. Dos personas que, tras unos primeros meses de coqueteo y aventuras sexuales desenfrenadas, entrelazaron sus sentimientos y sus futuros a pesar de las diferencias existentes entre ellas: él porteño y ella bonaerense; él dulce y ella seductora; y, tal vez lo más contrastante, él un ángel y ella una diabla.
Aquel amor entre esos dos jóvenes veinteañeros que recién daban sus primeros pasos en el terreno de las relaciones de pareja lo tuvo todo: desde las cosas más banales, como los viajes y las salidas, hasta esas cosas que verdaderamente importan en la vida, como la pasión, la admiración y un compañerismo incondicional que arrancaba suspiros en todos aquellos que los encontraban ideales el uno para el otro. El ángel, tierno y protector, había logrado lo que muchos habrían considerado imposible: conquistar el corazón de una diabla que, hasta que él apareció en su vida, nunca había demostrado sentimiento alguno.
Sin embargo, el tiempo, ese factor implacable como pocos, hizo de las suyas. Porque Romina, que verdaderamente dejó atrás la bellaquera cuando se enamoró de Ariel, con el correr de los años empezó a sentir que algo le faltaba en su vida sexual. Y no es que las relaciones carnales más salvajes no abundaran en la relación con aquel joven que no sólo la amaba, sino que también la deseaba. No, nada de eso, pero lo cierto era que Romina quería más: necesitaba volver a sentirse como aquel querubín infernal que regulaba la lujuria de cuanto hombre quisiera. Necesitaba sentir que todavía tenía ese poder. Y como cuando ella quería algo finalmente siempre lograba obtenerlo, no tardó mucho en volver desplegar todo su arsenal de belleza, aunque esta vez ya no en sus dominios de la Zona Norte bonaerense, sino en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, donde estudiaba.
El mayor problema de la situación no era que Romina se dejara llevar por el siempre dulce aroma de la lujuria, sino que lo hiciera cuando todavía seguía de novia con Ariel. Como dicen por ahí, ella quería el pan y la torta: satisfacer sus instintos más salvajes, pero al mismo tiempo conservar la atención y protección de un novio cariñoso que la amaba con todo su ser. Un novio que nunca sospechó nada de lo que su amada hacía hasta que, un buen día, la realidad lo abofeteó sin previo aviso.
Ariel quería ser actuario y, por consiguiente, debía estudiar muchísimo. Y más allá de que siempre trataba de postergar sus compromisos universitarios lo más posible para poder estar con Romina, durante las épocas de exámenes no le quedaba otra alternativa que encerrarse en su casa para devorar libro tras libro. Y fue justamente en una de esas épocas de alto estrés cuando, sin anestesia, una madrugada recibió un mensaje de su novia que sacudió por completo su mundo.
―Estoy confundida ―le dijo Romina a Ariel después de que él, que la había notado distante durante muchos días, le preguntara si le ocurría algo.
―¿Cómo confundida? ―continuó preguntando Ariel, que en su interior sentía cómo crecía un temor que nunca había sentido en su vida: el de ser traicionado por una personaba que amaba.
―Sí, no sé, es que últimamente te noto distante. Siento que ya no te gusto y que ya no me querés como antes.
―No te quiero, Romi, te amo ―aseguró Ariel, que no entendía a qué se refería su novia―. Y no es que esté distante, pero no te he podido ver estas últimas dos semanas porque estoy estudiando. Es algo que pasa solamente dos o tres veces al año, y vos sabés muy bien que lo pospongo lo más posible para estar con vos.
―No sé, es que te noto raro…
―No estoy raro, Romi. Hagamos una cosa: veámonos mañana y lo hablamos como corresponde, cara a cara. ¿Te parece bien a las cinco en la Plaza Houssay?
―Sí, me parece mejor. Nos vemos ahí mañana.
―Dale. Hasta mañana entonces, Ro. Te amo.
―Yo también a vos. Hasta mañana.
Esa última frase de Romina, que sonó fría y distante al igual que el resto de la conversación, intensificó en Ariel ese miedo que tanto lo estaba desgarrando por dentro: había alguien más en el medio. Tenía que haberlo. Él sabía que durante las últimas semanas no había visto a su novia, pero, a pesar de eso, nunca había estado distante. Y, aunque así hubiese sido, el planteo de Romina sonaba completamente sobredimensionado. Estaba claro que, lamentablemente, era una excusa para camuflar otra cosa.
Al día siguiente, tal y como habían quedado, Ariel y Romina se encontraron en la plaza que se encuentra justo enfrente de la Facultad de Medicina. Ella, que había estado todo el día cursando, llegó antes y lo esperó a él en el banco en el cual se sentaban siempre que podían. En su banco.
Si a Ariel aún le quedaba alguna duda acerca de qué era lo que le pasaba a Romina, quedó disipada apenas la vio. Porque cuando él estaba a unos pocos metros de llegar al banco, ella, que lo venía siguiendo con la mirada, empezó a dejar caer un sinfín de lágrimas sobre sus mejillas. Unas lágrimas que mostraban tristeza, pero también culpa.
―¿Qué te pasa, Romi? ―le dijo Ariel a su novia mientras le secaba las lágrimas con sus pulgares―. ¿Por qué llorás? Decime de una vez, y sin miramientos, qué es lo que te tiene mal. Soltalo, sea lo que sea, porque te va a hacer bien.
―Es que… como te decía ayer, vos estabas raro, distante y yo…
―¿Y qué, Romi? ―la interrumpió Ariel, quien no quería dilatar más la cuestión―. ¿Qué hiciste? ¿Estuviste con alguien más?
Romina no dijo nada e inmediatamente bajó la vista. A pesar de que ya era una adulta y de que ella misma había buscado la infidelidad, no podía evitar sentirse mal por haberle hecho eso a Ariel. Ahora que lo tenía ahí, acariciándola y consolándola, sentía que todos esos lindos momentos de la relación volvían a su mente para castigarla por unos pecados que, por más hirientes que fueren, debían ser confesados.
―Sí ―dijo finalmente ella alzando la vista pero tratando de evitar los ojos de Ariel―. Perdón, no sé qué me pasó, me confundí y…
Romina continuó hablando, pero Ariel ya no la escuchaba. Su intuición ya le había adelantado de qué se trataba todo, pero escucharlo era una verdadera tortura. Y, sobre todo, escucharlo de la boca de ella. De esa boca que infinitas veces le había dicho las cosas más dulces que jamás había oído, pero que ahora le disparaba palabras que se convertían en las más afiladas y penetrantes de las dagas.
―¿Quién fue? ―preguntó Ariel. No estaba seguro de si quería oír la respuesta, pero la duda lo estaba carcomiendo.
―No importa quién fue, lo que importa es que estoy arrepentida y…
―Decime quién fue, Romi ―insistió Ariel, impaciente―. No sé por qué y para qué, pero necesito saberlo. Por favor.
Romina hizo silencio durante unos segundos mientras pensaba qué decir, hasta que finalmente se decantó por la verdad. No quería mentir más.
―Peter, un compañero de la facultad.
―¿Uno morocho de rulos?
―Sí.
Una vez más, la intuición de Ariel no fallaba. No se había juntado muchas veces con Romina y sus compañeros de la facultad, pero en las pocas ocasiones en las que lo había hecho pudo observar cómo ese tal Peter la miraba. Y también cómo lo miraba a él. Para ella, sus ojos emanaban deseo; en cambio, para él, irradiaban un odio y una envidia que, incluso sin conocerlo, Ariel había percibido sin ningún tipo de dudas.
Tras enterarse de eso, Ariel permaneció en silencio. No por mucho tiempo, sino alrededor de cinco minutos. Un lapso que para Romina se tornó insoportable, pero que a él lo ayudó a tomar la decisión más insensata de su joven e inexperta vida: continuar adelante con la relación.
Lo erróneo de la resolución de Ariel no tenía que ver con el hecho de perdonar una infidelidad. Para nada, pues eso habría implicado madurez y sabiduría de su parte. Lo que ocurría era que en realidad Ariel no había perdonado a Romina, y no sólo eso: la aborrecía. La aborrecía por actuar a sus espaldas, la detestaba por haber traicionado su confianza y la odiaba por haber intentado culparlo a él de su falta de moral. En ese momento, sentado allí en aquel banco de la Plaza Houssay, Ariel se dio cuenta de quién era verdaderamente su novia. El velo se había caído y, ahora, podía ver que ella no era ese ángel que él pensaba, sino exactamente todo lo contrario.
No obstante, a pesar de descubrir la verdadera naturaleza de la persona que tenía a su lado, Ariel no obró con sentido común, sino con espíritu de venganza. No quería dejarles el camino libre ni a ella ni a su amante para que siguieran riéndose a sus espaldas, y, en el fondo, la verdad era que tampoco quería perderla. La odiaba, sí, pero al mismo tiempo también seguía amándola.
Bajo el efecto de esas contradicciones y del más lacerante de los resentimientos, Ariel le dijo a Romina que la perdonaba y que quería seguir adelante con el noviazgo. Y Romina, cuya culpa creció exponencialmente ante ese falso y traicionero perdón, aceptó.
Después de aquella infidelidad, las cosas paulatinamente comenzaron a mejorar para la joven pareja, pues ambos hicieron un pacto implícito en el cual parecían dejar todo atrás para intentar volver a ser lo que alguna vez habían sido: esos compañeros leales e incondicionales que generaban tanto admiración como envidia.
Y a pesar de que las cosas parecían estar olvidadas tanto por ellos como por los seres cercanos que sabían lo que había ocurrido, en realidad todo era una mentira que los hacía infelices a ambos. Ariel, que incluso con el correr de los años no pudo jamás perdonar tamaña deslealtad, vivía acechado por el temor de que Romina lo engañase nuevamente. Y ella, cuyo sentimiento de culpa fue tan efímero como el paso de un cometa, efectivamente volvió a caer en las redes de esa lujuria tan propia de su personalidad.
En esa vorágine se mantuvieron hasta que, unos tres años después de aquel hecho que quebró la relación para siempre, Romina finalmente decidió darle un cierre definitivo. Ya liberada de todo remordimiento, un buen día encontró una nueva víctima con un perfil similar al de Ariel para reemplazarlo por completo y renovar así esa servidumbre amorosa que tanto le gustaba y necesitaba tener más allá de los casuales encuentros sexuales.
Tal como se dieron los hechos, sería de suponer que mientras Romina estaba en perfectas condiciones sentimentales, Ariel se encontraba destruido. Sin embargo, las cosas no fueron exactamente así.
Ocurría que, más allá de que le costaba soltarle la mano a quien había sido su novia durante más de un lustro, por dentro Ariel estaba realizando el duelo. Él no sabía cómo finiquitar una relación que no iba ni para atrás ni para adelante, pero sabía que, tarde o temprano, todo se iba a terminar. Y por eso, cuando finalmente sucedió, el sufrimiento le resultó llevadero. Por supuesto que derramó sus buenas lágrimas, pero esta vez, a diferencia de aquel día en el cual se enteró de la infidelidad de Romina, Ariel fue inteligente: sabía que lo mejor para él era quedarse con las cosas lindas que habían vivido juntos y nada más que eso. La situación era triste, pero había aprendido: si las cosas no fluían naturalmente, lo más sensato era no forzarlas.
Y por esas cosas tan paradójicas que tiene la vida, quien verdaderamente sufrió la ruptura fue Romina. El proceso, en su caso, fue totalmente opuesto al de Ariel: primero gozó y luego padeció. Porque era cierto que había sido ella quien lo había dejado a él para divertirse con sus nuevos amantes, pero también lo era el hecho de que, con el correr del tiempo, comenzó a sentir que, una vez más, algo le faltaba en su vida. Pero en esta ocasión ese algo era bastante diferente.
Por un lado, el nuevo novio de Romina no cumplía sus expectativas. Porque resultó ser que el joven era igual que ella y, en cuanto podía, no perdía la oportunidad de zambullirse en otras faldas, algo que a Romina, irónicamente, la enfadaba por partida doble: por la infidelidad y por la falta de esa atención que tanto necesitaba. Por todo eso, verdaderamente extrañaba a Ariel, que siempre, a pesar de todo, había estado pendiente de que ella se sintiese bien. Y ahí radicaba la otra parte de su malestar: el hecho de no haber sabido más nada de él desde que se habían separado.
Cuando Romina decidió distanciarse para siempre de Ariel, en el fondo de su ser pensaba que ese “para siempre” en realidad era relativo y que estaría siempre supeditado a su voluntad. Sin embargo, cuando se dio cuenta de que estaba equivocada y de que Ariel había desaparecido por completo de su vida tras eliminar de las redes sociales tanto a ella como a todas las fotos que tenían juntos, sintió un vacío que jamás había experimentado en su vida.
En ese estado de tristeza se encontraba Romina cuando una mañana, yendo a la facultad, volvió a ver a Ariel después de casi todo un año. Ella, que estaba sentada en el Subte, lo vio subir en la estación 9 de Julio y no pudo evitar sentir cómo esa tristeza se profundizaba cuando se dio cuenta de que él lucía totalmente distinto de la última vez que lo había visto. Vestía ropa nueva y elegante, se había dejado una frondosa barba que contrastaba con la carita de bebé afeitada con la que ella lo había conocido y, por sobre todas las cosas, lucía feliz.
Ariel no la había visto, por lo que Romina, si quería, podría haber evitado cruzar palabra con él. Pero lo cierto era que en ese momento no había cosa que deseara más que hablarle y saber qué era de su vida. Por eso, tras unos segundos de duda, finalmente se levantó del asiento, fue hacia donde estaba él y le dijo:
―¡Ari! ¿Cómo estás?
Ariel, que en ese instante estaba concentrado en su celular, se sobresaltó con el saludo y, acto seguido, se sorprendió al ver quién era la persona que estaba parada frente a él.
―¡Hola, Romi! Qué sorpresa verte después de tanto tiempo. Te hago lugar, sentante ―dijo Ariel mientras apartaba su mochila para que Romina se sentara a su lado.
―¡Gracias! ―dijo Romina mientras se sentaba―. La verdad que sí, fue una sorpresa para mí también. Ya pasó casi un año desde la última vez que nos vimos, el tiempo vuela. ¿Cómo estás? ¿A dónde estás yendo?
―Todo bien, gracias a Dios ―respondió Ariel con una sonrisa―. Estoy yendo al trabajo, la oficina está por Palermo. Vos estás yendo a la facu, ¿no? ¿Cómo estás?
―Sí, hoy me toca cursar todo el día. Estoy bien, un poco cansada pero ya casi por terminar el cuatrimestre.
―Me imagino que ya estarás por recibirte, ¿no? Te faltaban nueve materias, si mal no recuerdo.
―Sí, ¡qué memoria! ―respondió Romina, sorprendida por el hecho de que Ariel se acordara de detalles de su vida después de tanto tiempo―. Ahora me faltan cuatro, así que ya casi termino.
Ariel continuó preguntándole cosas de su vida y ella respondía con gusto. Durante unos minutos se volvió a sentir escuchada y querida, y eso la llevó a imaginar una hipotética segunda oportunidad con él. Sin embargo, esa burbuja de idilio se rompió cuando Ariel, tras disculparse por la interrupción, sacó de su mochila el celular. Porque al desbloquear la pantalla, Romina vio un mensaje de una tal Rocío que decía: “Gracias por lo de anoche, la pasé genial con vos. No veo la hora de volver a verte”. Dos oraciones que no sólo la llevaron a su anterior estado de tristeza, sino que terminaron de quebrarle un corazón que, no mucho tiempo atrás, parecía hecho a prueba de balas. O, mejor dicho, a prueba de sentimientos.
La conversación entre aquellas dos personas que alguna vez se habían amado intensamente siguió su curso durante unos minutos más, hasta que finalmente Romina se tuvo que bajar del Subte. Y si ya estaba mal antes, cuando el momento de la despedida llegó no pudo evitar sentirse aún más compungida. Porque fue en ese momento cuando, por primera vez desde que le había sido infiel a Ariel, verdaderamente se dio cuenta de lo que había hecho y de lo que había dejado escapar. Recién allí, en ese Subte y después de tantos años, Romina comprendió eso que muchas veces había escuchado de la gente mayor: que uno verdaderamente no se da cuenta de lo que tiene hasta que lo pierde.
Con el rostro humedecido por unas lágrimas que comenzaron a brotar súbitamente de unos bonitos ojos que ahora lucían más saltones que nunca, Romina se levantó del asiento y se despidió bruscamente de Ariel, que quedó atónito por el inesperado estado en el cual su ex novia se encontraba. Sin embargo, ella, que se dio cuenta de que la despedida no fue la apropiada para alguien que había sido tan importante en su vida y a quien probablemente no volvería a ver, antes de bajarse del Subte se dio vuelta, se inclinó hacia Ariel y, tras acariciarle una de sus rodillas, le dijo:
―Fue lindo volver a verte, y me alegro de corazón que todo marche bien en tu vida. Te amo mucho.
Acto seguido, Romina besó de lleno una de las mejillas de Ariel y rápidamente se dio vuelta para no entristecerlo aún más a él, que no pudo evitar contagiarse de esa melancólica tristeza que ella no podía ocultar.
La intuición femenina de Romina no fallaba: aquella fue la última vez que ambos se verían. Ese encuentro final con Ariel no fue como ella había imaginado en todas esas noches en las cuales no podía evitar extrañarlo, pero sin embargo le dejó una lección que no se olvidaría jamás. A partir de ese entonces, Romina se prometió a sí misma hacer las cosas bien para nunca más volver a lastimar a nadie, y mucho menos a alguien que la amase tanto como Ariel lo había hecho.
Detalles del cuento
Título: «Una diabla arrepentida»
Autor: Martín Bugliavaz
Fecha de publicación: 11 de julio de 2023