
«Una venganza necesaria»
Juan Wagner estaba cansado. Estaba cansado de muchas cosas, pero principalmente estaba cansado de su trabajo. Un trabajo que, por esas cosas de la vida, era el que había buscado durante mucho tiempo porque tenía que ver directamente con lo que estaba estudiando: Abogacía. No era la gran cosa, pues realizaba tareas administrativas en un estudio de abogados, pero eso a él le sirvió para aprender.
Aunque en realidad lo que Juan más aprendió allí no se trataba de lo estrictamente relativo al Derecho, sino que la lección más preciada tuvo que ver con la vida. Porque trabajando en ese estudio Juan descubrió que esa carrera no era la indicada para él, que el trabajo lo estresaba y que su futuro no lo entusiasmaba en lo más mínimo. Por toda esa combinación de factores, de buenas a primeras un día Juan dijo basta y, cuando un lunes por la mañana llegó el momento de ir a trabajar, decidió llamar al estudio para avisar que renunciaba. No pensaba seguir desperdiciando su vida.
Con el correr de los días, Juan confirmó que su decisión había sido la correcta. Su mente estaba aliviada y, en consecuencia, su cuerpo también. Así que las siguientes semanas, cuando ya logró sentirse un poco más descansado, las dedicó a investigar en profundidad acerca de dónde estudiar lo que verdaderamente lo apasionaba: el dibujo artístico y la pintura.
Tras averiguar exhaustivamente, Juan decidió que lo mejor para su futuro era estudiar en una universidad privada. Sin embargo, para poder llevarlo a cabo primero tendría que conseguir un nuevo trabajo que le permitiera afrontar no sólo los gastos de sus nuevos estudios, sino también pagar las cuentas del modesto departamento que alquilaba.
El alquiler no fue en un principio una preocupación para Juan, puesto que al momento de renunciar sopesó sus opciones y decidió que tenía ahorros suficientes para aguantar como máximo hasta un año sin trabajar, aunque debiera realizar ajustes severos. Eso no era un problema para él, pues su salud estaba por encima de todo y prefería ajustarse el cinturón antes que ser infeliz.
Sin embargo, el tiempo fue pasando y a Juan se le dificultó conseguir trabajo. Un mes, dos meses, cuatro meses, seis meses. Ya había pasado medio año y Juan todavía seguía desempleado, algo que lo empezaba a preocupar no sólo porque no lo habían seleccionado, sino también por las escasas entrevistas laborales que había tenido durante todo ese tiempo.
Y cuando más preocupado Juan estaba, cuando más ya pensaba en qué otros ajustes debería hacer para poder seguir viviendo sin ingresos, el trabajo apareció. Al séptimo mes, y luego de haber puesto nuevamente que seguía estudiando Abogacía en su currículum —una mentira tan necesaria como efectiva—, Juan logró quedar seleccionado para trabajar en un pequeño y desconocido bufete de abogados llamado “Aguinaga y asociados”.
Los primeros días en su nueva oficina resultaron tediosos para Juan, que tuvo que pasar horas y horas sentado en una silla leyendo reglamentaciones sobre las cuales luego le tomarían un examen. “Es aburrido, pero al menos tengo trabajo para bancar la universidad”, pensaba, y así trataba de tranquilizarse a sí mismo. Y a pesar de que luego de unas semanas terminó sus lecturas, aprobó el examen y logró acoplarse al equipo de trabajo, la vida de Juan cambió para siempre cuando le asignaron un nuevo jefe.
El sector en el cual Juan trabajaba estaba dividido en dos grupos de trabajo y cada uno de ellos tenía un jefe. Uno de esos jefes, el que había entrevistado a Juan y había dado el visto bueno para que se incorporara al estudio, se llamaba Julián Aguinaga; era joven, estaba próximo a recibirse de abogado y, además, era el hijo del titular del bufete, Norberto Aguinaga. El otro jefe se llamaba Augusto Malaspina y hasta ese entonces para Juan era casi un desconocido con el cual había intercambiado unos secos saludos en aquellas pocas oportunidades en las cuales se habían cruzado en la oficina.
Lo cierto es que debido a una reestructuración que se hizo a poco menos de un mes de su llegada, Juan debió pasar de estar bajo las órdenes de Julián a depender de Augusto, que no tardaría mucho tiempo en demostrarle a Juan cuán maleducado, miserable, corrupto e inescrupuloso podía ser un ser humano.
Hasta ese momento, durante toda su vida Juan había tratado de hacer las cosas bien. Su conducta siempre había estado marcada por los valores morales que él creía correctos, aquellos que le decían que tenía que respetar las normas establecidas en la sociedad en la que vivía para que todo el sistema pudiese funcionar bien. Pero desde el mismísimo instante en el que pasó a formar parte del equipo de Augusto, Juan se vio sometido a conductas que impactaban de lleno en sus principios.
Augusto, que trabajaba en un bufete de abogados pero que de abogado no tenía nada, lo que menos hacía era respetar las leyes. A Juan eso le parecía una ironía, pero a Augusto le parecía sencillamente algo menor. Una cuestión de perspectivas. “En este país nadie respeta la ley, pibe, así que si no curramos nosotros, currarán otros”, solía decir el obeso, maloliente y bruto jefe de Juan, que además solía coronar sus ideas con una frase de la cual parecía sentirse muy orgulloso: “Es la ley de la selva, papi”.
¿Cuáles eran esos curros con los cuales Augusto se llenaba los bolsillos? Juan descubrió con el correr de los días que eran varios, pero la mayoría consistían en sobornos y aprietes para conseguir firmas o declaraciones necesarias para que el bufete ganara ciertos casos complicados. Unos casos que, por su naturaleza, eran casi siempre asignados a Augusto.
Juan sabía que no vivía en un país ideal. Sabía que ningún país lo era y que en todos había corrupción, aunque su país justamente era uno de los que más se destacaban en ese oscuro rubro. Además, Juan ya conocía anteriormente muchas de las nefastas estrategias que Augusto empleaba para sacar provecho de aquella gente que había recurrido a los juicios como última instancia para hacer valer sus derechos ultrajados. Juan sabía todo eso, pero verlo de cerca lo afectaba profundamente. No podía concebir que una persona cayera tan bajo por dinero. No podía concebir que Julián, sus hermanos —muchos de los cuales también trabajaban en el bufete—, su padre y todos en esa bendita oficina hicieran la vista gorda o avalaran el accionar de Augusto. No podía concebir que ninguna institución del Estado controlara en algún punto de los procesos judiciales a lacras como aquellas. Y fue allí, en esos primeros días de trabajo con Augusto, en los que Juan realmente comprendió por qué su país eran un completo desmadre: por su gente. Por su corrupta e impune idiosincrasia.
El trato cordial con Augusto le duró poco a Juan. En parte porque a él se le notaba el disgusto por ser cómplice obligado de todas aquellas viles conductas que tan normales parecían ser en aquel bufete, y en parte también porque Augusto no podía tolerar que Juan, incluso sin decirle nada, se atreviera a cuestionar su moral. Para Augusto no era necesario que Juan le discutiera o reprochara nada, pues sólo con ver su mirada de desaprobación en su rostro bastaba para sentirse irritado. Y esa irritación se convertía en malos tratos, los malos tratos se convertían en discusiones y las discusiones en faltas de respeto. Aunque aquí es válido aclarar que las faltas de respeto siempre se producían por el lado de Augusto, que se encolerizaba ante el trato educado y respetuoso con el cual Juan le hacía sentir que era un verdadero delincuente.
Pero lo cierto es que cerrarle la boca con altura no satisfacía a Juan, que cada vez que ganaba las discusiones —algo que ocurría siempre, porque el inculto de su jefe no tenía argumentos sólidos para poder debatir con él— debía soportar un intenso acoso laboral que al final del día lo dejaba exhausto física y mentalmente. Y aunque desde el primer momento en el cual se dio cuenta de la corrupción que imperaba en ese bufete decidió buscar otro empleo, no consiguió nada que lo hiciera poder salir de ahí, incluso aunque estuviera dispuesto a trabajar de lo que fuere para poder enviar el telegrama de renuncia. No había caso, otra vez parecía que la búsqueda de empleo se iba a demorar.
Así, con ese sufrimiento que lo mantenía constantemente angustiado y al borde de la agresión física y verbal, Juan pasaba sus días en “Aguinaga y asociados”. Los días se volvieron semanas, las semanas se volvieron meses y los meses llegaron a formar el año. Un año que casi se convierte en dos años en los cuales Juan toleró acusaciones infundadas, faltas de respeto, congelamiento de su salario, persecuciones por ínfimas llegadas tarde y discusiones que se tornaban cada vez más violentas con el paso del tiempo. Hasta que un día, finalmente, la bomba explotó cuando Juan se negó a llevarle dinero de parte de Augusto a un siniestro personaje que el bufete utilizaba para apretar gente. Ya había soportado otras veces la negativa presencia de ese desagradable sujeto, pero aquel día Juan explotó y le dijo a Augusto:
—No, Augusto, yo no le voy a llevar la plata al delincuente ese. Disculpame, pero no quiero formar parte de eso.
—¿Cómo que delincuente? ¿Qué querés decir? —preguntó Augusto, que sin levantarse de su silla le lanzó a Juan una mirada asesina.
—Vos ya sabés a lo que me refiero, Augusto, no te hagas el distraído. Que yo me haga el distraído para hacer mi tortura diaria más leve es una cosa, pero por favor no te hagas el distraído vos, porque ya sé cómo funciona todo acá —respondió Juan, que presentía que era el principio del fin y, a pesar de estar nervioso, lo disfrutaba.
—¿Así que sabés cómo funciona “todo acá”? —preguntó Augusto, que se paró súbitamente—. ¿Qué estás queriendo decir, que somos todos delincuentes?
—Pensá lo que vos quieras, Augusto. Pero yo la plata a ese desagradable no se la voy a llevar —dijo Juan, que se dio media vuelta y salió de la oficina de Augusto, que se quedó con el rostro colorado de la bronca observándolo mientras se alejaba.
Ese mismo día, para sorpresa de Juan, no pasó nada. El día siguiente tampoco y el otro tampoco. Contrario a lo que la mayoría podía pensar, Juan estaba esperando una llamada de Augusto o de cualquiera de sus superiores para informarle de su despido. Después de casi dos años de tolerar agravios y burlas, Juan sentía que ese era el momento para irse y, aunque estaba a nada de renunciar, tampoco le parecía justo que al estudio su marcha le resultase gratis.
Y el día tan deseado finalmente llegó. Habían pasado casi dos semanas desde la discusión con Augusto y Juan ya estaba resignado a continuar con sus desgraciadas labores hasta que una tarde, cuando faltaba una hora para finalizar su jornada, recibió un llamado de Norberto Aguinaga, el titular de la firma.
—Juan, buenas tardes, soy Norberto. Necesito que vengas a mi oficina ahora.
La llamada tomó por sorpresa a Juan, que súbitamente se vio dominado por los nervios. “Qué momento de mierda, me van a echar”, se dijo por dentro, pero se tranquilizó al pensar en un mañana en el cual no tendría que ver la cara de todos esos delincuentes.
Decidido, Juan se paró y se dirigió hacia la oficina de Norberto, que lo estaba esperando sentado detrás de su escritorio. Su rostro lucía imperturbable y los dedos de sus manos tamborileaban despreocupadamente sobre su laptop. Al verlo a Juan en el umbral de la puerta, le indicó que pasara y que se sentase.
—Bueno, Juan, te la voy a hacer corta: Augusto me comentó que estás teniendo diferencias con él y que estás en desacuerdo con la manera en la cual trabajamos acá, así que hemos decidido que no sigas trabajando más con nosotros.
Se confirmaba la noticia: era libre. Juan sintió un alivio terrible y, para su propia sorpresa, dijo:
—Gracias.
—¿Gracias? —preguntó Norberto, que había dejado atrás la expresión tranquila y ahora se mostraba levemente molesto—. ¿Tan insoportables te parecemos?
Juan podría haberle dicho que todos allí eran unos delincuentes de la peor calaña. También podría haberle dicho que vivían a costa del sufrimiento de las personas o sencillamente que eran unos hijos de puta. Pero no lo hizo, porque sabía que nada de lo que dijera iba a hacer cambiar la esencia de todos ellos. Eran unos corruptos incorregibles.
—No quiero discutir, Norberto, me parece que ya no tiene sentido y estoy cansado. Sólo voy a decirle que no estuve, no estoy ni estaré de acuerdo con los manejos que tiene Augusto. Es inmoral y maleducado, y a mí con gente así me cuesta mucho trabajar —dijo Juan, que no pudo evitar el descargo en contra del ser que tanto desprecio le generaba.
—Mirá, Wagner, te voy a decir una cosa y que te quede bien clara: este mundo está lleno de hijos de puta y si vos no sos igual que ellos, te cagás de hambre —dijo Norberto, que ya no ocultaba su ira y se había inclinado hacia delante para mirar fijamente a los ojos de Juan—. Y yo no me maté trabajando toda mi vida y construí todo esto que ves acá para que un tibiecito como vos me venga a decir a mí, con sesenta años, qué está bien y qué está mal. Así que levantate, agarrá tus cosas y tomatelás lo antes posible de este estudio.
Toda esa paz que Juan había sentido invadir su cuerpo cuando se supo despedido, de repente se tornó en una ira que le resultó muy difícil de contener. Las ganas que tenía de subirse al escritorio y patearle la cara al sinvergüenza que tenía enfrente eran irrefrenables, pero la voz de su consciencia, que parecía casi apagada, llegó a advertirle que cualquier cosa que hiciera en ese momento no sólo podía hacerle perder la tan necesaria indemnización, sino que también le podía acarrear consecuencias legales. Fue por eso que, a pesar de la bronca que lo dominaba, Juan se levantó serenamente y, tratando de parecer lo más frío posible, se retiró del despacho de Norberto Aguinaga sin decir ni una palabra más.
La despedida de sus compañeros le resultó incómoda a Juan, porque todos parecían empecinados en tomar la noticia de forma extremadamente lúgubre, casi como si les hubiera contado que sufría una enfermedad terminal. Sin embargo, fue lo último que tuvo que sufrir en ese lugar en el que tantas cosas había padecido, porque después de explicarles a todos que la situación era la mejor para su salud, se retiró del bufete con las revitalizantes ganas de comer una hamburguesa y tomar una cerveza. Era lo mínimo que la situación ameritaba.
El despido fue sólo el punto de partida de muchas cosas positivas que se avecinaban en la vida de Juan, que tras ir por última vez a “Aguinaga y asociados” para firmar unos últimos papeles, acumuló en su cuenta bancaria una abultada suma de dinero que le permitiría estudiar y comer tranquilo en el caso de que nuevamente le costase conseguir trabajo. Pero para su sorpresa, Juan consiguió empleo en menos de dos meses y, como si fuera poco, en el Ministerio de Cultura de la Nación, donde no sólo podía aplicar los conocimientos artísticos que había adquirido en la universidad, sino que también allí podía aprender todo lo que el ámbito académico no le enseñaba.
Ya inmerso en un ambiente laboral más sano y realizando tareas que definitivamente le gustaban, a Juan el tiempo se le esfumó y cuando se quiso dar cuenta ya había finalizado sus estudios universitarios, esos que tanto había postergado anteriormente. Pero no sólo eso, sino que al día siguiente de graduarse, mientras estaba sentado en una plaza reflexionando acerca de lo que acababa de conseguir, Juan reparó en que además tenía un trabajo estable en el cual había crecido y en el que todavía podía crecer más; también cayó en la cuenta de que se había podido comprar, gracias a un crédito otorgado por el Estado, su primer departamento; y, como si todo eso fuera poco, se deleitó al pensar en que dentro de tres meses se daría el gusto de viajar a Asia para así cumplir un sueño que tenía pendiente desde la infancia.
En ese mismo estado reflexivo se encontraba Juan al día siguiente mientras tramitaba su pasaporte cuando, al toparse inesperadamente con alguien, le pareció que su vida de ensueño se derrumbaba como un castillo de naipes: era Norberto Aguinaga. En realidad, sólo Juan había visto a su ex empleador, que pasaba tranquilamente en su bicicleta por la vereda en la cual Juan acababa de asomar con su flamante pasaporte en mano. Y ese casual encuentro fue tan intenso para Juan que incluso ese momento que debía ser de felicidad plena súbitamente se tiñó de amargura por el recuerdo de todas aquellas desagradables situaciones que había soportado en el bufete de Aguinaga.
Todavía con el pasaporte en la mano, Juan siguió caminando sin pensar en otra cosa que no fuera Aguinaga, su maldito estudio de abogados y todos los sinvergüenzas que formaban parte de él. Se acordó de los intentos de humillación ante los cuales debió defenderse, de las humillaciones que sufrieron compañeros que no tenían su personalidad para enfrentar a sus abusivos y agresores jefes, y se acordó también de todos los turbios tejes y manejes que tuvo que presenciar en un sitio que se encontraba a menos de cien metros del Palacio de Justicia de la Nación.
Sin darse cuenta, Juan caminó en ese estado de trance por más de cincuenta cuadras, llegó a su casa y se tiró en el sillón. “¿Cómo puede ser que esté pensando en toda esa mierda justo ahora?”, se cuestionaba Juan, que no podía entender cómo una sola persona podía generarle sentimientos tan nocivos. ¿Es que acaso no superaría nunca el trauma vivido en ese infierno camuflado como un lugar en el cual se velaba por el cumplimiento de los derechos de los ciudadanos? ¿Era posible que todos esos sentimientos dañinos que lo poseían al recordar esa etapa de su vida le terminaran haciendo mal?
Juan no tenía en ese momento las respuestas a esos interrogantes, pero con el pasar de los días las tendría. Porque no sólo no pudo olvidarse de aquel casual encuentro con Norberto Aguinaga, el creador de ese antro habitado por criminales vestidos de traje y corbata, sino que, además, decidió buscar en Internet algo sobre su vida que le permitiera tranquilizar esas emociones negativas. Pero lo cierto es que no sólo no pudo lograr su objetivo, sino que, por el contrario, todo lo que Google le mostró lo hizo indignarse aún más. Porque de su investigación concluyó que aquel desagradable ser humano no sólo poseía ese estudio de abogados en el cual él había sido tan infeliz, sino que también era el titular de otras compañías de dudosas actividades —fundamentalmente de hoteles, establecimientos ideales para el lavado de dinero—, poseía una mansión en las afueras de la capital del país, una enorme colección de coches de alta gama y, como si fuera poco, parecía contar con sólidos contactos en uno de los diarios más importantes del país, en el cual habían sido entrevistados en varias oportunidades él —que era un simple empresario del montón— y varios de sus mantenidos hijos. Unos hijos que no sólo habían desarrollado sus carreras con el dinero sucio de su padre —algunos trabajaban en el bufete, otro era músico y otro un empresario gastronómico—, sino que, además, se paseaban por las redes sociales y por ese importante diario nacional dando consejos de vida como si alguna vez hubieran conocido lo que significaban el esfuerzo y el sacrificio.
No, Juan no podía soportar eso. No podía tolerar que la justicia no existiera. Porque si la justicia existía en su país, ¿por qué malandras como Aguinaga construían imperios mientras que gente honesta y trabajadora apenas tenía el pan en la mesa todos los días? Si la justicia existía, ¿por qué ninguno de los mecanismos de control del Estado funcionaba a la hora de detectar actividades ilegales que ameritaban prisión para quienes las llevaban a cabo? Si la justicia existía, ¿por qué siempre reinaba la impunidad y se coronaba a aquel que la única ley que respetaba era la del menor esfuerzo? No, Juan no podía ni quería hacer la vista gorda ante esas cosas. Y aunque no iba a cambiar ni la idiosincrasia de su país ni mejorar el funcionamiento del sistema, se prometió a sí mismo que al menos iba a aportar su granito de arena para quedarse tranquilo con su consciencia al saber que hizo algo por mejorar la sociedad en la que vivía. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo iba a aportarle algo a su país? Se iba a encargar personalmente de aleccionar a todos esos malnacidos que orquestaban los delitos que se llevaban a cabo en “Aguinaga y asociados”.
Luego de tomar la decisión, Juan no lo dudó ni un segundo: se levantó enérgicamente del escritorio de su departamento, tomó su celular y marcó un número rápidamente. A los pocos segundos, una voz que manifestaba sorpresa lo atendió desde el otro lado del teléfono.
—¿Juan? ¿Cómo estás? ¡Tanto tiempo!
—Hola, Franco, todo bien —respondió Juan—. Necesito pedirte un favor.
—No me asustes, Juan, ya sabés que yo…
—No te preocupes, Franco. Sólo necesito que me envíes ese archivo que tenía las direcciones de todos los empleados del bufete. El archivo que estaba en el servidor.
—¿Para qué lo querés, Juan? No me digas que tenés ganas de meterte en problemas después de tanto tiempo.
—Fran, cuanto menos sepas, mejor. Sólo necesito ese archivo y te prometo que no te molesto más. Tomalo como una devolución de gentilezas, no te olvides de que yo muchas veces te cubrí para que el hijo de puta de Augusto no te tratara como a una basura.
Se hizo un silencio incómodo que se prolongó por unos largos segundos. Y cuando Juan pensaba que Franco iba a cortar la llamada, su ex compañero finalmente dijo:
—Está bien, Juan, pero no te lo enviaré por correo. Lo copio en un pendrive y te lo llevo mañana a las 18 al Café de la Rosa, ¿te parece?
—Dale, te veo ahí —respondió Juan, aliviado—. Gracias, Fran.
Al día siguiente, Franco cumplió su palabra y le llevó a Juan el archivo que contenía todos los datos personales de los empleados del estudio, incluyendo sus domicilios, que era lo que a Juan más le importaba. El único que no estaba en esa lista era Norberto, pero eso no fue un problema para Juan, que ya conocía el lugar en el cual vivía su ex empleador porque se trataba de la casona más grande de esa localidad asentada en las afueras de la capital del país.
Día tras día, Juan ocupó todo su tiempo tras salir del trabajo en diagramar la logística para dar el primer paso en busca de su venganza, que consistía en secuestrar a cuatro hombres: Norberto Aguinaga, Julián Aguinaga, Augusto Malaspina y Rodolfo Asturi, que era el contador del bufete y también formaba parte junto a los otros tres de esa mesa chica en la cual se digitaban todas las maniobras ilegales con las cuales engrosaban sus cuentas bancarias.
Como pudo, y no sin dificultades, durante dos meses Juan acechó los hogares de sus víctimas. Oculto en su auto, se turnaba los días para poder averiguar cuáles eran sus rutinas, cómo se movían y a qué hora llegaban a sus casas. Al salir del trabajo, Juan se subía a su coche y cada día visitaba aquellas moradas que su prolijamente armado cronograma le indicaba. No había alteraciones, no había excepciones y no había descanso. De lunes a domingo Juan cumplía con su autoimpuesta obligación de hacer justicia por mano propia. Porque si no lo hacía él, ¿quién más lo iba a hacer?
Cuando comenzó el tercer mes de su rutina de espionaje, Juan decidió que era el momento de refinar sus observaciones y por eso decidió pedir un mes de licencia en su trabajo para luego, si todo salía como esperaba, empalmarlo con su viaje a Asia. “Motivos personales”, decía el formulario que firmó en su oficina para justificar aquella licencia sin goce de sueldo que solicitó inesperadamente. Aunque, claro está, lo de inesperado fue para sus compañeros y sus superiores pero no para él, cuya mente guardaba un lugar hacía mucho tiempo para esa parte del plan.
Dos semanas le tomó a Juan terminar de conocer los hábitos de esos cuatro hombres a los que quería dar caza. En un principio se vio tentado de tomar el camino más simple, que era raptarlos a todos en las puertas de sus casas, pero el hecho de que todos vivieran en barrios con garitas de seguridad privada lo hizo desistir. Luego pensó esperar a que los cuatro salieran juntos por la noche para llevárselos a todos y así arriesgarse una sola vez, pero luego descartó la idea porque no se veía capaz de enfrentarse a cuatro hombres que, en su mayoría, eran más grandes que él físicamente. Así, se decantó por ir a buscarlos uno por uno en aquellos puntos de sus rutinas en los cuales eran más vulnerables. Y lo hizo con éxito.
El primero en caer fue Julián, el más fácil de todos: bastó esperarlo a la salida de un partido de fútbol en un barrio con calles oscuras para derribarlo con un certero golpe en la nuca que ni cerca estuvo de ver en lo profundo de la noche. El siguiente fue Rodolfo Asturi, que a pesar de su pinta de tipo duro parecía tener una debilidad por su perro caniche, al que solía sacar a pasear todas las noches para que hiciera sus necesidades fuera de su departamento; así, en un descuido al doblar en una esquina, nada pudo hacer cuando Juan abruptamente se le echó encima con un trapo impregnado de cloroformo. El tercero de la lista fue Augusto, que constituyó un caso especial para Juan, pues lo difícil radicó en el regateo con la prostituta favorita de su antiguo jefe, quien, a pesar de tener esposa y dos hijos, no podía evitar entregarse a los placeres de la carne que su dinero mal habido le facilitaba. Y claro, si no respetaba las leyes, ¿por qué habría de respetar el matrimonio? Lo cierto es que una vez que Juan logró convencer a la prostituta —que por cuestiones de elegancia prefería ser catalogada como escort—, el resto fue un trámite: cloroformo durante un descuido y a buscar a Malaspina al interior del departamento de la señorita. Y por último cayó el más complicado de todos, aquel que tenía los días menos rutinarios: Norberto. Juan tuvo que tener paciencia con él, porque al parecer su agenda siempre tenía algo distinto: partidos de tenis, partidos de fútbol, reuniones laborales, salidas con sus hijos y hasta encuentros con amantes, pero todos ellos con la dificultad de ser a plena luz del día y en lugares generalmente concurridos. A Juan no le quedó otra alternativa que esperar el momento más oportuno, que finalmente llegó una noche de viernes cuando su presa fue a jugar un partido de pádel. Juan lo esperó en su auto durante unas tres horas que le parecieron eternas, y cuando lo vio salir se dispuso a derribarlo de la misma manera que a su hijo: de un golpe por la espalda. Pero al salir a su encuentro se preguntó por qué no hacerlo de una manera distinta.
—¡Ey, Norberto! —dijo Juan en voz alta—. Date vuelta, viejo delincuente, que quiero que me mires a los ojos.
Norberto se dio vuelta y observó a Juan, que estaba a escasos cinco metros de él y lo miraba con una sonrisa tensa en su rostro.
—¿Qué hacés vos acá, pendejo? —preguntó Norberto, que todavía estaba ligeramente agitado por la actividad física—. Este club no es para muertos de hambre como vos, no creo que seas socio, ja, ja, ja.
Juan no dudó más y con decisión empezó a caminar hacia Norberto, que sin parar de reírse también fue a su encuentro e intentó derribarlo de un golpe. Pero Juan fue más rápido y, tras esquivar un puñetazo, con una llave francesa que tenía oculta dentro de su sweater golpeó de lleno el rostro de Norberto, que no vio venir el movimiento y cayó rápidamente al suelo. Estaba confundido, pero no había quedado inconsciente.
—Ahora vamos a tener una pequeña reunión laboral, Tito querido —dijo Juan, que se arrodilló encima del pecho de Norberto—. Como esas que tenían ustedes, los cráneos de la mesa chica, pero esta vez me voy a sumar yo. Te prometo que mis ideas van a servirles a la gente que tanto decís que querés ayudar.
Tras decir eso, Juan volvió a golpear con la llave francesa a Norberto, que quedó inconsciente en el acto. Sin demorarse más por temor a que alguien lo viera, Juan cargó con esfuerzo el pesado cuerpo de su ex empleador y lo arrastró hasta el baúl de su auto, donde como pudo lo acomodó. Luego de descansar unos segundos apoyado sobre el baúl, donde intentó respirar profundo para reducir la tensión acumulada por los nervios, Juan finalmente puso en marcha el coche y se dirigió hacia donde todo finalmente terminaría.
Unas horas después, todo estaba listo. Eran las primeras horas de un sábado y seguramente muchas personas en distintas partes de la ciudad estarían comenzando su fin de semana con fiestas, risas y diversión. Pero no era así en aquel lugar en el que cuatro hombres estaban atados, amordazados y tirados en un sucio piso de cemento, sobre el cual tenían apoyados sus rostros hinchados y levemente ensangrentados. Era un galpón ferroviario que alguna vez había vivido una época esplendorosa en la cual se reparaban allí los trenes más modernos, pero que en la actualidad se veía deteriorado por el abandono de un país que había cedido totalmente ante sus infinitas crisis. Allí, en el medio de la inmensidad de ese galpón, estaban los cuatro hombres y alguien más. Alguien que, a pocos metros de distancia, los observaba complacido y exultante, deseoso por llevar a cabo todo lo que estaba en su mente. Era Juan.
—Caballeros, antes que nada les deseo unas muy buenas noches —dijo Juan con una sonrisa indisimulable en su rostro—. Porque la educación siempre está primero, aunque ustedes nunca supieron mucho de eso. Pero no se preocupen, hoy les vengo a enseñar muchas cosas.
Juan los miró uno por uno y, luego de regocijarse al ver sus muecas de terror, continuó hablando:
—Sé que son cuatro personas inteligentes, así que se imaginarán por qué estamos reunidos los cinco acá. Algo ya le adelanté a Tito hace un rato, pero ahora se los comunico a todos: hoy acá se hará justicia, esa por la cual “Aguinaga y asociados” siempre dice luchar.
El pánico en las caras de los cuatro hombres era cada vez más perceptible. A pesar de estar atados, el miedo podía notarse en las lágrimas que les brotaban por los ojos y en los gemidos de terror que se veían amortiguados por las mordazas.
—Para ser más específico, hoy tres de ustedes van a morir —continuó Juan, que inmediatamente se vio embargado de adrenalina al ver cómo los gemidos y los intentos de liberarse se intensificaban—. Y ustedes se preguntarán cómo fue que un simple empleado, un don nadie, un cuatro de copas, puede animarse a hacer algo así, ¿no? La respuesta es más simple de lo que creen: ustedes me hicieron ver que era posible. Ustedes, que desde que el primer día en el que entré a ese maldito estudio me enseñaron que en este país de mierda cada quien hace lo que se le da la gana. Ustedes, que infringieron la ley siempre que tuvieron la oportunidad y jamás tuvieron su merecido. Ustedes, que se llenaron los bolsillos de dinero gracias al sufrimiento de gente que tuvo que agregar sus aprietes al sufrimiento que ya venían padeciendo. Ustedes, que me forrearon desde el primero momento en el que les hice ver que lo que hacían era inmoral. Sólo ustedes, y nadie más que ustedes, son los responsables de sus futuras muertes.
Juan hizo silencio y permaneció inclinado sobre su silla sonriéndole a cada uno de esos cuatro hombres desesperados que ya a esa altura lo miraban como pidiendo clemencia. Una clemencia que ellos no habían tenido nunca con él.
—Pero bueno, no nos tomemos las cosas tan serias, muchachos —dijo Juan burlonamente—. Para que vean que pensé en ustedes, vamos a hacer que esto sea divertido y organizaremos un torneíto, como si fuera uno de fútbol, que es algo que los cinco tenemos en común. ¿Qué les parece? —preguntó Juan, socarronamente, incluso sabiendo que no recibiría respuesta—. Vamos a hacerlo así: van a pasar de a dos a aquella sala que está a su derecha y que me tomé el trabajo de reforzar para que ustedes estén seguros (y también para que no pueden escaparse ni ser escuchados, ja, ja), y se van a tener que matar entre ustedes. Y lo van a tener que hacer sí o sí, ¿está claro? Porque si no lo hacen van a morir todos. Se imaginarán que, a esta altura, uno más o uno menos a mí no me hace la diferencia.
Juan volvió a hacer silencio y contempló a sus víctimas, que todavía parecían no entender nada de lo que estaba ocurriendo, como si todo eso no fuese cierto.
—Explicado eso, paso a detallarles los cruces, que les prometo que serán para alquilar balcones. En el primer turno, pasará a la arena de combate Augusto con… —dijo Juan, y luego hizo silencio para cargar con mayor tensión aún la atmósfera— Rodolfo. Sí, señores, Augusto contra Rodolfo en la primera semifinal, lo que nos da como resultado que en la segunda semifinal se enfrentarán padre e hijo. Hijo y padre. Los Aguinaga. Sí, señores, se enfrentarán mano a mano Norberto y Julián. Les dije que iba a ser para alquilar balcones, ¿no?
Cuando terminó de reírse macabramente, Juan recobró la compostura y se levantó de la silla. Se acercó lentamente hacia donde se encontraban Augusto y Rodolfo y cuando estuvo a escasos centímetros de ellos sacó una pistola automática que llevaba oculta en la parte trasera de su pantalón. Disfrutando esa sensación de revancha que empezaba a experimentar, Juan retiró el seguro de la pistola, apuntó a la cabeza de Augusto y dijo:
—Los voy llevar hasta la sala y ahí los voy a desatar. Más les vale que sean obedientes, porque ganas de vaciarles el cargador encima no me faltan y tengo balas suficientes para todos.
Tras guardarse nuevamente la pistola en su pantalón, Juan tomó de los pies a Rodolfo y lo arrastró hasta una sala insonorizada que tenía un vidrio blindado que había construido especialmente para la ocasión. Cuando terminó con Rodolfo, volvió a hacer lo mismo con Augusto pero esta vez con una diferencia: lo arrastró boca abajo, con lo cual Augusto al entrar en la sala ya tenía toda la cara ensangrentada. Con sus dos víctimas ya adentro de la sala, Juan los liberó al cortar las sogas de sus manos y sus pies con un cuchillo, les quitó las mordazas y, tras salir de la habitación y cerrarla con llave, se dispuso a observar a través del vidrio.
La primera reacción de los dos prisioneros fue de alivio por verse liberados, una sensación que los envalentonó al punto tal de ponerse a pedir socorro a los gritos. Como nada pasaba, lo siguiente que hicieron fue empezar a golpear el vidrio e intentar abrir la puerta, pero sus intentos fueron infructíferos. Divertido por la situación, Juan tomó un micrófono que estaba colgado cerca del vidrio de la sala y dijo:
—Muchachos, esperaba esta cobarde reacción de su parte pero déjenme aclararles que no hay salida. Pueden patalear, quejarse, gritar o llorar, pero lo cierto es que estamos en el medio de la nada y nadie los escuchará. Y yo tengo todo el tiempo del mundo para verlos sufrir, así que si quieren sigan con el circo. Pero acuérdense que tienen dos caminos: o esperar a salir de alguna manera milagrosa o matar al otro y esperar a la siguiente ronda. Ustedes deciden.
Dicho eso, Juan fue a buscar la silla en la que estaba sentado antes y la puso justo enfrente del vidrio, para esperar hasta que alguno de sus dos reclusos tomara la decisión de actuar. Y, para su sorpresa, eso no tardó mucho en suceder. Porque apenas Juan terminó de acomodarse en su silla, Augusto se abalanzó sobre Rodolfo. Sorprendido ante lo súbito de la situación, Juan vio cómo Augusto intentaba asfixiar a Rodolfo, que era inferior a él físicamente. Sin embargo, la desesperación de Rodolfo era tal que con sus movimientos de brazos y piernas le dificultaba la tarea a Augusto, que con su cara hinchada y ensangrentada parecía un animal salvaje en plena caza que, al verse imposibilitado de ahorcar a su víctima, empezó a golpearla brutalmente en la cara. A los pocos segundos, los puños de Augusto ya estaban completamente empapados en sangre y el rostro de Rodolfo, que lucía inconsciente, era apenas una masa de carne sin forma. La tarea ya estaba casi cumplida, pero para asegurarla Augusto retomó su idea inicial y apretó con todas sus fuerzas el cuello de Rodolfo, que a los pocos segundos dejó de respirar. “Uno menos”, pensó Juan, que estaba aliviado pero no podía dejar de asquearse ante el desagradable ser humano bañado en sangre que tenía frente a sus ojos.
—Muy bien, Malaspina, te mostraste como lo que verdaderamente sos: un animal —dijo Juan a través del micrófono—. Ahora voy a entrar ahí y te vas a poner unas esposas que te voy a dar. Te lo repito: cuidado con lo que hacés o ya sabés lo que te puede pasar.
Juan se levantó de la silla y se agachó hacia una caja de herramientas que tenía a sus pies, de la cual sacó un juego de esposas. Ya con la pistola nuevamente en la mano, ingresó a la sala y, sin dejar de mirar fijamente a los ojos del ensangrentado y todavía agitado Augusto, le dio las esposas para que se las pusiera. Augusto miró a Juan como sopesando cuáles eran sus posibilidades de escapar pero, luego de mirar con preocupación la pistola que apuntaba directamente a su cabeza, tomó las esposas que Juan le estaba ofreciendo y se las puso sin decir nada.
Juan volvió a ponerle la mordaza a Augusto, lo condujo hacia afuera de la sala y con una soga cruzando a través de las esposas lo sujetó a un caño de agua. Una vez terminada esa tarea, se dirigió hacia donde estaban Norberto y Julián y, al igual que como había hecho anteriormente, los arrastró hacia la sala. Esta vez, el que tuvo que ir boca abajo y lastimarse la cara con el cemento del suelo fue Norberto. Una vez que sus dos nuevas víctimas ya estaban en la sala, Juan salió y a los pocos segundos regresó con una bolsa negra. Miró a Norberto y a Julián con una sonrisa en su rostro, les quitó las mordazas y les dijo:
—Bueno, muchachos, como podrán ver aquí, Rodolfo se quedó en el camino y Augusto fue el primero en alcanzar la tan ansiada final. Pero ahora les toca a ustedes ser protagonistas de esta semifinal tan especial. Tan familiar. Y por tratarse de algo tan único, les traje algunas sorpresitas.
Al terminar de decir eso, Juan abrió la bolsa y de ella sacó dos cuchillos de supervivencia y una pistola idéntica a la suya que tanto Norberto como Julián miraron con emoción. Notando las expresiones de esperanza que se dibujaron en las caras de sus víctimas, Juan se rio y dijo:
—No se ilusionen, muchachos, el arma no la van a usar conmigo. Les explico: aquí tienen dos cuchillos para que peleen mano a mano y me den un buen show. Pero para que vean que soy bueno, también les traje esta pistola (que veo que les gustó) para que puedan usarla en el caso de que decidan no hacer sufrir al otro. No digan que no soy empático, ¿eh?
Juan volvió a guardar la pistola y los cuchillos en la bolsa y la llevó afuera. A los pocos segundos volvió a entrar en la sala, desató a Norberto y a Julián, les quitó las mordazas y salió rápidamente para cerrar la puerta. Inmediatamente, sacó de la bolsa la pistola y los cuchillos, los ingresó en la sala a través de un buzón que luego cerró con candado, se sentó en su silla y se dispuso a mirar el nuevo enfrenamiento.
A diferencia de lo ocurrido con Augusto y Rodolfo, ni Norberto ni Julián intentaron escapar. Tal vez traumatizados por estar junto al cadáver de Rodolfo, padre e hijo se quedaron sentados en el mismo lugar en el que Juan los dejó y ni siquiera se miraban. Así permanecieron durante una media hora que a ellos les resultó una insufrible eternidad, hasta que finalmente Norberto tomó la palabra.
—Juli, agarrá el arma y matame. Si estamos acá es por mi culpa, por mi manera de ganarme la vida y por las cosas malas que hice. Si vos seguís mis pasos es porque yo te arrastré a esto sin ponerme a pensar en los riesgos que podías correr. Agarrá el arma y apuntame a la cabeza, hijo.
Julián no aguantó la tensión y comenzó a llorar desconsoladamente. Para un joven que nunca había tenido preocupaciones en la vida más que decidir si vacacionaba en Europa o en los Estados Unidos era demasiado el estrés no sólo de estar secuestrado, sino también de tener la necesidad de matar a su padre para intentar sobrevivir. El angustiado hijo continuó llorando durante varios minutos, hasta que se calmó y le preguntó a su padre:
—¿Estás seguro, pa?
—Sí, Juli. Tomá —dijo Norberto mientras le alcanzaba la pistola a su hijo—, acá tenés el arma. Apuntá firme a mi cabeza, agarrala bien fuerte y apretá el gatillo. Te amo, hijo.
Julián, que temblaba de pies a cabeza, tomó con pánico la pistola y obedeció a su padre. Apuntó a su cabeza, permaneció unos segundos mirándolo y, tras cerrar los ojos, apretó el gatillo.
Nada. Sólo un sonido metálico, pero no se produjo ningún estruendo. El arma no se disparó, la bala no salió y Norberto no murió. Los dos, padre e hijo, se quedaron mirando el uno al otro sin entender nada hasta que luego, tras revisar como pudieron la pistola, se dieron cuenta de lo que ocurría: no estaba cargada.
—Ja, ja, ja, ja, ¡tendrían que haber visto sus caras! —dijo Juan, que se desternillaba de la risa en su silla mientras sostenía el micrófono con la mano—. Me conmoviste con tus palabras, Norberto, no las esperaba de un sátrapa como vos. Realmente valió la pena la bromita, pero ahora sí llegó el momento de la verdad. ¿Qué piensan hacer?
Tras escuchar las palabras de Juan resonando en el parlante de la sala, Julián volvió a romper en llanto mientras Norberto lo miraba. Sin embargo, Juan pudo percibir incluso desde afuera que la mirada de Norberto no era la misma de antes, cuando le había ofrecido su vida a su hijo. No, ahora Juan percibía esa misma mirada fría, decidida y cruel que tanto caracterizaba a Norberto. La misma mirada que tenía en su despacho aquel día en el que lo despidió del estudio. Y Juan no se equivocaba, porque repentinamente Norberto arrojó uno de los cuchillos hacia el otro extremo de la sala, agarró el otro y, tras ponerse de rodillas frente a Julián, le dijo:
—Toda la vida traté de enseñarte algo, Julián: si no lo hacés vos, lo hará otro. Así es en el estudio. Así es en la vida. Así es acá, y acaba de quedar demostrado. Perdoname.
Tras la última palabra, Norberto ensartó el cuchillo en el abdomen de Julián, que ni siquiera atinó a defenderse y abrió ampliamente los ojos al ver que tenía el cuchillo clavado de lleno en su cuerpo, del cual manaba sangre sin parar. Norberto sacó el cuchillo y atinó a volver a clavarlo en el cuerpo de su hijo, pero se detuvo en seco cuando Julián cayó pesadamente hacia atrás. Norberto se dio cuenta de que ya no era necesario ser un animal: su hijo estaba perdiendo el conocimiento y en cuestión de segundos moriría desangrado.
Juan contempló toda la escena con repugnancia e incredulidad. “Al final volviste a mostrar tu verdadero rostro, hijo de puta”, pensó, y tras salir de su estado de shock no pudo evitar volver a sentirse aliviado al pensar que quedaba uno menos. Antes le había tocado al contador que blanqueaba todo el dinero mal habido. Ahora le tocaba al joven abogado que consentía todas las prácticas que su padre llevaba a cabo en un estudio que algún día sería suyo.
Ya totalmente recuperado de aquel trance reflexivo, Juan se levantó tranquilamente de su silla y se dirigió con paso cansino hacia donde estaba Augusto, que había contemplado toda la escena a espaldas de su captor. Tras quitarle la mordaza y cortar la cuerda que lo unía al caño, Juan liberó a Augusto, lo obligó a pararse y lo condujo hasta la puerta de la sala. Allí, sin dejar de apuntarlo con su pistola, introdujo la llave en las esposas, lo liberó completamente y, luego de abrir la puerta, de una patada lo empujó hacia el interior de la sala. Ya era momento del último enfrentamiento. Ese que tanto había planeado, porque siempre supo que al final quedarían Norberto y Augusto, los que verdaderamente manejaban el estudio. Eran unos delincuentes despiadados, sí, pero eso justamente era lo que Juan sabía que los haría llegar hasta allí.
—Damas y caballeros, llegó el momento decisivo de la noche —dijo Juan con el micrófono en mano—. Por un lado, Norberto Aguinaga, abogado y titular de “Aguinaga y asociados”; por el otro, Augusto Malaspina, títere de Aguinaga y el brazo ejecutor de todos los delitos habidos y por haber que su jefe le ordena cometer. Llegó el momento, señores, hoy uno de ustedes se salva y el otro se muere. Hoy uno de ustedes, delincuentes, va a pagar por todo el sufrimiento que me hicieron pasar no sólo a mí, sino a miles de personas a las cuales apretaron, extorsionaron y estafaron. Hoy, criminales, se hará justicia. Que empiece el show.
Esta vez no hubo tiempo de dudas. Tanto Norberto como Augusto se lanzaron el uno contra el otro y se trenzaron en una lucha muy pareja, pues ninguno de los dos tenía una ventaja física por sobre el otro: ambos eran igual de altos, ambos eran igual de fornidos y, sobre todo, ambos eran igual de despiadados. Sin embargo, con el paso de los segundos fue Norberto quien logró empezar a inclinar a balanza a su favor. Tal vez fue su estado físico o tal vez fueron sus ganas de vivir lo que hicieron la diferencia, pero lo cierto es que Aguinaga se las arregló para ponerse encima del pecho de Augusto y comenzar a golpearlo en la cara con sus puños.
Juan observaba la escena con la adrenalina que le daba el hecho de saber que ya faltaba poco para que concluyera su plan. Ya estaba más cerca de empezar a liberarse de esos recuerdos, de ese tormento vivido años atrás gracias a esos dos sujetos que ahora se estaban intentando matar entre ellos. Y parecía que, como en la oficina, quien iba a prevalecer era el dueño, Norberto, que ya tenía a Augusto contra las cuerdas. Juan ya se preparaba para entrar, porque Augusto parecía acabado. Pero se equivocaba.
Cuando Juan ya tenía las llaves para abrir la puerta en sus manos, Augusto agarró el cuchillo que había quedado cerca del cuerpo de Julián y con las pocas fuerzas que le quedaban lo clavó en un muslo de Norberto, que se retorció del dolor ante el inesperado ataque y dejó de golpear a su oponente. Augusto, que escupía sangre pero mostraba decisión y maldad en su rostro, sin perder un segundo se abalanzó sobre su jefe y comenzó a estrangularlo. Norberto, que no tuvo tiempo de recuperarse del dolor que le provocó el cuchillo, intentó sacarse de encima como pudo a Augusto: primero quiso quitarle las manos de su cuello, ante la impotencia luego probó golpeándole los brazos y, todavía sin poder librarse de él, como última opción recurrió a meterle los dedos en los ojos. Sin embargo, nada de eso fue efectivo: Augusto lo tenía apresado y, ya completamente enajenado, le arrebató la vida.
Juan, que estaba parado mirando todo a través del vidrio, no podía creer lo que veía. En un principio el sentimiento que lo dominó fue la sorpresa, pues ya se había hecho a la idea de que Norberto sería el superviviente de toda esa locura que él había montado. Sin embargo, con el correr de los segundos se alegró de que así fuera. Se alegró de que Norberto, aquel criminal que orquestó y dirigió esa sociedad delictiva camuflada de bufete de abogados, estuviese muerto. Se alegró porque sabía que desde hacía pocos segundos el mundo era un lugar un poquito más justo. Y se alegró también de ver a Augusto allí tirado en esa sala, todo agitado, lastimado y cubierto de sangre. Pero lo que más lo alegraba era saber que Augusto pensaba que era libre, que se había ganado su derecho a vivir y a seguir siendo un delincuente. Porque, en definitiva, esa gente nunca cambia, ¿no?
Juan respiró profundo y fue hacia la puerta de la sala. Se quedó unos segundos inmóvil y, tras respirar profundamente por última vez, sacó la pistola que tenía en su pantalón, le quitó el seguro y abrió rápidamente la puerta para entrar en la sala. Estaba cara a cara con Augusto, que instintivamente había vuelto a agarrar el cuchillo mientras él lo apuntaba con la pistola.
—Ya gané, Wagner —dijo Augusto con esa voz chillona que tanto irritaba a Juan—. Me tenés que dejar ir.
—Tenés razón, eso dije que haría —dijo Juan, que sentía cómo el odio comenzaba a apoderarse de él rápidamente—. Pero no lo voy a hacer.
—¿Cómo que no? Hice todo lo que me pediste, ¿qué más querés que haga? ¿¡Tan enfermo vas a ser!? —gritó Augusto, que repentinamente se puso de pie y empezó a sujetar con más fuerza el cuchillo.
—No, no lo voy a hacer, Augusto —respondió Juan, que acompañó con la pistola los movimientos de su ex jefe—. Pero no creas ni por un solo segundo que es porque tengo miedo de que me vayas a buscar o porque tengo miedo de que me delates. No, quedate tranquilo que no. ¿Sabés por qué no te voy a dejar ir? Porque vos vas a seguir siendo igual de corrupto que siempre, Augusto. Está en tu esencia ser así de mal tipo, y si te dejo ir vas a seguir maltratando a tu esposa, a tu hijo, a tus empleados y a todo el mundo. Si te dejo ir, me reprocharía toda la vida el no haber hecho lo suficiente para que el mundo sea un lugar mejor. No, no te puedo dejar ir. ¿Y sabés qué? Voy a disfrutar mucho verte caer de rodillas.
Augusto se abalanzó sobre Juan, pero no fue lo suficientemente rápido. Juan, que ya esperaba la reacción violenta de Augusto, le disparó en su pierna derecha, haciéndolo caer del dolor. Acto seguido, le disparó en el hombro derecho, y con eso lo obligó a soltar inmediatamente el cuchillo. Después llegó el turno de la pierna izquierda y más tarde el del brazo izquierdo. Todavía había muchas balas en el cargador, pero Juan no quiso vaciarlo. Quiso disfrutar de ver a sufrir a ese sujeto que tanto lo había hecho sufrir a él. Quiso disfrutar verlo derrotado y arrodillado ante él. Quiso disfrutar de escucharlo suplicar por su vida. Quiso disfrutar de aquello que había buscado desde un primer momento: la justicia.
—Bueno, Augusto, hasta acá llegaste —dijo Juan, que apuntó con su pistola directamente a la cabeza de su arrodillado y vencido ex jefe—. Como me dijo alguien una vez: “Es la ley de la selva, papi”.
El gatillo fue apretado, el cañón se echó hacia atrás y, al mismo tiempo que el casquillo salía despedido por el aire, la bala fue camino hacia la cabeza de Augusto, que en cuestión de microsegundos cayó muerto. Juan se posó al costado del cuerpo inerte y, todavía incrédulo de que todo hubiese terminado, disparó otra vez en la cabeza de Augusto. Continuó mirando el cuerpo y, tras unos segundos que a él le parecieron horas, se dijo a sí mismo que todo había terminado. La pesadilla, su pesadilla, había concluido. Y, lo que era más importante aún, la justicia por fin había resultado victoriosa.
Juan sabía que los malos recuerdos no terminarían ahí. Sabía que por un tiempo más todo lo vivido en ese estudio seguiría latente y hasta potenciado por lo que acaba de hacer. Pero ya llegaría el día en el que, teniendo la consciencia tranquila de haber hecho justicia, todo ese pasado dejaría de ser una carga para él. Por lo pronto, y ya habiendo concretado esa venganza necesaria, era el momento de disfrutar de sus vacaciones, algo que su mente le pedía a gritos.
Detalles del cuento
Título: «Una venganza necesaria»
Autor: Martín Bugliavaz
Fecha de publicación: 11 de mayo de 2021

